"Cuando se hace la historia de un animal, es inútil e imposible tratar de elegir entre el oficio del naturalista y el del compilador: es necesario recoger en una única forma del saber todo lo que ha sido visto y oído, todo lo que ha sido relatado por la naturaleza o por los hombres, por el lenguaje del mundo, de las tradiciones o de los poetas".

Michel Foucault-Las palabras y las cosas


domingo, 20 de octubre de 2024

EL YAGUARETÉ SEGÜN MARTÍN DOBRIZHOFFER

 

Y como tantos muertos se quedasen
En aquestos trabajos escesivos,
Fue causa que los tigres se cebasen
Y en esta tierra fuesen tan nocivos;
Pues como ya los muertos les faltasen
Procuraban cebarse de los vivos,
Y fue tan grande plaga y desventura
Que no teníamos hora segura.

Juan de Castellanos

 



Felis onca 

Grabado de William Home Lizars (Jardine, 1846)



Traducción Alex Mouchard

 

El Paraguay abunda en tigres por la cantidad de ganado que tiene, que es el alimento de estas bestias. Todos están marcados con manchas negras, pero la piel de algunos es blanca, la de otros amarilla. Así como los leones africanos superan con mucho a los del Paraguay en tamaño y ferocidad, los leopardos africanos ceden en igual proporción a los paraguayos en el tamaño de sus cuerpos. En la finca de San Ignacio, que pertenece al colegio cordobés,  encontramos la piel de un tigre, que había sido matado el día anterior, sujeta al suelo con estacas de madera: medía tres codos y dos pulgadas de largo [130 cm], que no es menor que las dimensiones de la piel de un buey adulto. Pero el tigre más grande es mucho más delgado que cualquier buey.

Los tigres, ya sea que salten como gatos o en el acto de huir, corren extremadamente rápido, pero no por mucho tiempo seguido; porque como se cansan pronto, un jinete activo puede alcanzarlos y matarlos. En los bosques se defienden entre los árboles y los pedregales y rechazan con tenacidad a los asaltantes. Es increíble la cantidad de matanzas que cometen a diario en las haciendas. Matan sin dificultad bueyes, ovejas, caballos, mulas y asnos, pero nunca los comen hasta que están podridos. ... Los tigres devoran hasta el último bocado los cadáveres de los caballos, que rezuman putrefacción líquida, aunque haya caballos vivos a mano. Tanto los españoles como los indios conspiran contra estas bestias destructoras. Construyen un gran cofre, como una ratonera, compuesto de enormes trozos de madera y sostenido por cuatro ruedas, y lo arrastran con cuatro bueyes hasta el lugar donde han descubierto huellas de tigres. En el rincón más alejado del cofre, se coloca un trozo de carne muy maloliente, a modo de cebo, que tan pronto como el tigre lo coge, la puerta del cofre se cae y lo encierra, y lo matan con un mosquete o una lanza introducida por los intersticios de las tablas.

 

En la ciudad del Rosario vimos un tigre aún no adulto, pero amenazador y formidable para todo aquel que se encontraba en un bosque, a un tiro de fusil de mi casa. Yo y tres españoles armados corrimos a matarlo; al vernos, corriendo de aquí para allá entre los árboles y las zarzas, se las arregló para desaparecer de la vista. Siguiendo sus pasos lo encontramos escondido en un árbol viejo, muy grande y casi hueco, y, para privar al tigre de toda salida o medio de escape, lo cubrimos con trozos de madera por todos lados, haciendo un agujero en el costado, para que la bestia acechante pudiera ser muerta a mano armada, lo que finalmente logré sin el menor peligro para mí.

No puedes imaginar cómo el tigre saltaba arriba y abajo en el hueco del árbol después de recibir algunas heridas. La piel, que fue perforada por las balas y la espada hasta quedar como un colador, no pudo ser utilizada, aunque la carne proporcionó a los abipones una cena suntuosa. Pero como los tigres poseen una fuerza, rapidez y astucia singulares, no es seguro que una persona los pueda perseguir en plena llanura. No niego que un tigre puede ser a veces atravesado o estrangulado por un solo español o indio. Pero muchas veces un español o un indio es despedazado por un tigre, cuando la lanza no acierta o no consigue infligir un golpe mortal; porque, a menos que se hiera el interior de la cabeza, el corazón o la espina dorsal, esta poderosa bestia no cae, sino que se enfurece y ataca al agresor con una rabia proporcional al dolor de la herida.

 

Por eso, siempre que hay que matar a una de esas bestias, se juntan muchos hombres armados con lanzas; el uso del mosquete solo es casi siempre peligroso, pues, a menos que el tigre sea derribado por la primera bala, salta furioso al lugar de donde procede el fuego y desgarra al hombre que le ha infligido la herida. Por tanto, el que no quiere correr riesgo de vida, va acompañado de dos lanceros a cada lado, que atraviesan al tigre cuando avanza para atacarlo, después de que ha disparado su mosquete. Aprendí del peligro que corrieron otros, que las balas no deben usarse a la ligera contra los tigres.

Viajando con seis mocovíes, desde la ciudad de Santa Fe hasta la ciudad de San Javier, pasé la noche en las orillas de la laguna redonda, al aire libre, como de costumbre; la tierra era nuestro lecho, el cielo nuestra cobertura. El fuego, nuestra defensa nocturna contra los tigres, brilló un rato en medio de nosotros mientras dormíamos, pero al final se fue apagando. En medio de la noche, un tigre se acercó sigilosamente a nosotros. Mis compañeros indios, para no parecer desconfiados de la amistad de los españoles, habían iniciado el viaje desarmados. Como no preveía ningún peligro, me había olvidado de cargar mi mosquete. Siguiendo mis instrucciones, arrojaron hábilmente teas al tigre que se acercaba. A cada lanzamiento, saltaba hacia atrás rugiendo, pero recobraba el valor y volvía una y otra vez, más amenazador que antes. Mientras tanto, cargué mi mosquete. Pero como la oscuridad me privó de toda esperanza de matar al tigre y me dejaba sólo el deseo de escapar, cargué mi mosquete con abundante pólvora y disparé sin bala. La bestia, alarmada por el espantoso estampido, huyó al instante y nos acostamos a dormir de nuevo, regocijándonos por nuestro éxito. Al día siguiente, al mediodía, en un sendero angosto, delimitado por una laguna de un lado y por un bosque del otro, encontramos dos tigres, que los mocovíes que los perseguían habrían atrapado con un lazo si no hubieran huido y se hubieran escondido en el bosque.

 

Innumerables tigres son atrapados anualmente con lazos de cuero por los españoles e indios, a caballo, y son estrangulados, después de ser arrastrados rápidamente por algún tiempo por el suelo. Los pampas hieren el lomo del tigre con una flecha delgada y lo matan instantáneamente. En otras ocasiones, con el mismo propósito, utilizan flechas muy fuertes o tres piedras redondas suspendidas de correas, que arrojan al tigre. Cuán grande debe ser su fuerza se puede juzgar por esto: si encuentran dos caballos en los pastos atados juntos con una correa para evitar que escapen, atacarán y matarán a uno, y lo arrastrarán, junto con el otro vivo, a su guarida. No lo habría creído si no lo hubiera presenciado personalmente cuando viajaba en compañía de los soldados de Santiago. Su astucia es igual a su fuerza. Si el bosque y la llanura les niegan el alimento, lo procuran pescando en el agua. Como son excelentes nadadores, se sumergen hasta el cuello en algún lago o río y escupen por la boca una espuma blanca que, nadando en la superficie del agua, los peces hambrientos devoran con avidez como alimento y son rápidamente arrojados a la orilla por las garras de los tigres. También capturan tortugas y las arrancan de sus caparazones con maravillosa habilidad para devorarlas. A veces, un tigre, oculto bajo la hierba alta o entre las zarzas, observa tranquilamente pasar una tropa de caballos y se lanza con impetuosidad sobre el jinete que cierra la compañía. En las noches lluviosas y tormentosas se infiltran en las viviendas humanas, no en busca de presas o comida, sino para protegerse de la lluvia y del viento frío.

Aunque la sombra de esta bestia es suficiente para crear alarma, los más temibles son aquellos que ya han probado la carne humana. Los tigres de este tipo tienen un intenso deseo de humanos y los acechan continuamente. Seguirán los pasos de un hombre durante muchas leguas hasta que lo alcancen.

Será apropiado en este lugar dar cuenta de algunos métodos de defensa contra los tigres. Si trepas a un árbol para evitar caer en las garras de un tigre, él también subirá. En este caso, la orina debe ser tu instrumento de defensa. Si la arrojas a los ojos del tigre, cuando te esté amenazando al pie del árbol, estarás a salvo; la bestia inmediatamente se dará a la fuga. Por la noche, un fuego ardiente proporciona una gran seguridad contra los tigres. También temen a los perros, aunque a veces los despellejan y despedazan cruelmente. Los españoles tienen mastines que son muy formidables para los tigres.

 

En la ciudad de San Fernando, un tigre se colaba de noche en los rediles, mataba a las ovejas, les chupaba la sangre y, dejando los cuerpos, se llevaba las cabezas. Al final, esta audacia nos pareció insoportable, y al ponerse el sol, veinte abipones se armaron con lanzas para matar a la malvada bestia y se pusieron en una emboscada. Otro, armado con pistolas, se tumbó en medio del rebaño. Aunque los hombres se escondían silenciosamente en el patio cercano, el tigre, consciente de la situación, ya fuera por el olor o por el oído, no se atrevió a acercarse al redil. Al final, descartando su llegada, los vigiladores, al anochecer, regresaron a sus chozas. Apenas habían dado la espalda, cuando el tigre regresó y despedazó a diez ovejas. Para buscarlo, todos los abipones que estaban en casa partieron a pie, armados por ambos lados con lanzas, listos para atacar en cuanto apareciera la bestia. A petición de los indios, fui a retaguardia armado con un fusil, una bayoneta y algunas pistolas. Después de explorar diligentemente los alrededores, como no apareció ningún tigre, regresamos a casa sin realizar nuestra tarea, y fuimos saludados por los silbidos de las mujeres.

Pero el mismo tigre, al ponerse el sol, se acercaba todos los días a la ciudad para desgarrar parte del cadáver de un caballo, sin que los indios que lo acechaban pudieran atraparlo. Los abipones tienen continuas luchas con los tigres y, a menos que la lanzada falle, siempre salen victoriosos. Por eso, muy raramente un abipón es devorado por un tigre, pero innumerables tigres son devorados por los abipones. Su carne, aunque horriblemente desagradable incluso cuando está completamente fresca, es ansiosamente ansiada por los salvajes jinetes, que también beben grasa de tigre derretida, considerándola un néctar e incluso creyendo que es un medio para darles coraje.

 

Todos detestan la idea de comer gallinas, huevos, ovejas, pescado y tortugas, imaginando que esos tiernos alimentos engendran pereza y languidez en sus cuerpos y cobardía en sus mentes. Por otra parte, devoran con avidez la carne del tigre, el toro, el ciervo, el jabalí, el anta y el tamandúa, pensando que, al alimentarse continuamente de estos animales, su fuerza, audacia y coraje aumentan. En repetidas batallas con los tigres, muchas personas son heridas por sus garras. Las cicatrices, una vez curadas las heridas, ocasionan un fuerte dolor y ardor, que ni el tiempo ni la medicina pueden aliviar. Los propios tigres son atormentados con el calor de sus propias garras, y para aliviar el dolor, las frotan contra el árbol del seibo y dejan la marca de sus uñas en la corteza. El tigre no perdona a ninguna criatura viviente; atacan a todas, pero con distinta fortuna y éxito: los caballos y las mulas, a menos que salven sus vidas huyendo rápidamente, generalmente son derribados; los asnos, cuando pueden conseguir un lugar donde puedan cubrir sus espaldas, repelen al asaltante dando vueltas y vueltas y pateando muy rápidamente durante mucho tiempo; pero en campo abierto rara vez tienen éxito. Las vacas, confiadas en sus cuernos, se defienden a sí mismas y a sus terneros con la mayor intrepidez.

Las yeguas, por el contrario, al acercarse un tigre, abandonan a sus potros y emprenden la huida. Las antas [error por osos hormigueros] se tumban de espaldas, esperan al enemigo que avanza con los brazos extendidos y, en cuanto éste les ataca, lo aplastan hasta matarlo, si damos crédito al testimonio de los nativos. Los abipones utilizan las pieles de tigre para hacer corazas, cojinillos, alfombras y mantas. En España, cada piel se vende por cuatro y, a veces, seis florines alemanes. Con la esperanza de obtener ganancias, varios españoles se unen en Paraguay y salen a cazar tigres. Cada año se envía a España una gran cantidad de pieles de tigre. En la ciudad de Santa Fe conocí a un español que al principio era indigente y que, gracias a este comercio de pieles, en pocos años despertó la envidia de los demás por su opulencia.




Castellanos, Juan de. 1955. Elegías de varones ilustres de Indias. Bogotá, Biblioteca de la Presidencia de la República. 4 vols.

Dobrizhoffer, Martin. 1822. An Account of the Abipones, an equestrian people of Paraguay. 3 vols. London: John Murray.

Jardine, William. 1846.  Lions, tigers, &c. Naturalist's library, volume 3. London, H. G. Bohn


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