Y como tantos muertos se
quedasen
En aquestos trabajos escesivos,
Fue causa que los tigres se cebasen
Y en esta tierra fuesen tan nocivos;
Pues como ya los muertos les faltasen
Procuraban cebarse de los vivos,
Y fue tan grande plaga y desventura
Que no teníamos hora segura.
Juan de Castellanos
Felis onca
Grabado de William Home
Lizars (Jardine, 1846)
Traducción Alex Mouchard
El Paraguay abunda en
tigres por la cantidad de ganado que tiene, que es el alimento de estas
bestias. Todos están marcados con manchas negras, pero la piel de algunos es
blanca, la de otros amarilla. Así como los leones africanos superan con mucho a los
del Paraguay en tamaño y ferocidad, los leopardos africanos ceden en igual
proporción a los paraguayos en el tamaño de sus cuerpos. En la finca de San
Ignacio, que pertenece al colegio cordobés, encontramos la piel de un tigre, que había
sido matado el día anterior, sujeta al suelo con estacas de madera: medía tres
codos y dos pulgadas de largo [130 cm], que no es menor que las dimensiones de
la piel de un buey adulto. Pero el tigre más grande es mucho más delgado que
cualquier buey.
Los tigres, ya sea que
salten como gatos o en el acto de huir, corren extremadamente rápido, pero no
por mucho tiempo seguido; porque como se cansan pronto, un jinete activo puede
alcanzarlos y matarlos. En los bosques se defienden entre los árboles y los
pedregales y rechazan con tenacidad a los asaltantes. Es increíble la cantidad
de matanzas que cometen a diario en las haciendas. Matan sin dificultad bueyes,
ovejas, caballos, mulas y asnos, pero nunca los comen hasta que están podridos.
... Los tigres devoran hasta el último bocado los cadáveres de los
caballos, que rezuman putrefacción líquida, aunque haya caballos vivos a mano.
Tanto los españoles como los indios conspiran contra estas bestias destructoras.
Construyen un gran cofre, como una ratonera, compuesto de enormes trozos de
madera y sostenido por cuatro ruedas, y lo arrastran con cuatro bueyes hasta el
lugar donde han descubierto huellas de tigres. En el rincón más alejado del
cofre, se coloca un trozo de carne muy maloliente, a modo de cebo, que tan
pronto como el tigre lo coge, la puerta del cofre se cae y lo encierra, y lo
matan con un mosquete o una lanza introducida por los intersticios de las
tablas.
En la ciudad del
Rosario vimos un tigre aún no adulto, pero amenazador y formidable para todo
aquel que se encontraba en un bosque, a un tiro de fusil de mi casa. Yo y tres
españoles armados corrimos a matarlo; al vernos, corriendo de aquí para allá
entre los árboles y las zarzas, se las arregló para desaparecer de la vista.
Siguiendo sus pasos lo encontramos escondido en un árbol viejo, muy grande y
casi hueco, y, para privar al tigre de toda salida o medio de escape, lo
cubrimos con trozos de madera por todos lados, haciendo un agujero en el
costado, para que la bestia acechante pudiera ser muerta a mano armada, lo que
finalmente logré sin el menor peligro para mí.
No puedes imaginar cómo
el tigre saltaba arriba y abajo en el hueco del árbol después de recibir
algunas heridas. La piel, que fue perforada por las balas y la espada hasta
quedar como un colador, no pudo ser utilizada, aunque la carne proporcionó a
los abipones una cena suntuosa. Pero como los tigres poseen una fuerza, rapidez
y astucia singulares, no es seguro que una persona los pueda perseguir en plena
llanura. No niego que un tigre puede ser a veces atravesado o estrangulado por
un solo español o indio. Pero muchas veces un español o un indio es despedazado
por un tigre, cuando la lanza no acierta o no consigue infligir un golpe
mortal; porque, a menos que se hiera el interior de la cabeza, el corazón o la
espina dorsal, esta poderosa bestia no cae, sino que se enfurece y ataca al
agresor con una rabia proporcional al dolor de la herida.
Por eso, siempre que
hay que matar a una de esas bestias, se juntan muchos hombres armados con
lanzas; el uso del mosquete solo es casi siempre peligroso, pues, a menos que
el tigre sea derribado por la primera bala, salta furioso al lugar de donde
procede el fuego y desgarra al hombre que le ha infligido la herida. Por tanto,
el que no quiere correr riesgo de vida, va acompañado de dos lanceros a cada
lado, que atraviesan al tigre cuando avanza para atacarlo, después de que ha
disparado su mosquete. Aprendí del peligro que corrieron otros, que las balas
no deben usarse a la ligera contra los tigres.
Viajando con seis mocovíes,
desde la ciudad de Santa Fe hasta la ciudad de San Javier, pasé la noche en las
orillas de la laguna redonda, al aire libre, como de costumbre; la tierra era
nuestro lecho, el cielo nuestra cobertura. El fuego, nuestra defensa nocturna
contra los tigres, brilló un rato en medio de nosotros mientras dormíamos, pero
al final se fue apagando. En medio de la noche, un tigre se acercó
sigilosamente a nosotros. Mis compañeros indios, para no parecer desconfiados
de la amistad de los españoles, habían iniciado el viaje desarmados. Como no
preveía ningún peligro, me había olvidado de cargar mi mosquete. Siguiendo mis
instrucciones, arrojaron hábilmente teas al tigre que se acercaba. A cada
lanzamiento, saltaba hacia atrás rugiendo, pero recobraba el valor y volvía una
y otra vez, más amenazador que antes. Mientras tanto, cargué mi mosquete. Pero
como la oscuridad me privó de toda esperanza de matar al tigre y me dejaba sólo
el deseo de escapar, cargué mi mosquete con abundante pólvora y disparé sin bala.
La bestia, alarmada por el espantoso estampido, huyó al instante y nos
acostamos a dormir de nuevo, regocijándonos por nuestro éxito. Al día
siguiente, al mediodía, en un sendero angosto, delimitado por una laguna de un
lado y por un bosque del otro, encontramos dos tigres, que los mocovíes que los
perseguían habrían atrapado con un lazo si no hubieran huido y se hubieran
escondido en el bosque.
Innumerables tigres son
atrapados anualmente con lazos de cuero por los españoles e indios, a caballo,
y son estrangulados, después de ser arrastrados rápidamente por algún tiempo
por el suelo. Los pampas hieren el lomo del tigre con una flecha delgada y lo
matan instantáneamente. En otras ocasiones, con el mismo propósito, utilizan
flechas muy fuertes o tres piedras redondas suspendidas de correas, que arrojan
al tigre. Cuán grande debe ser su fuerza se puede juzgar por esto: si
encuentran dos caballos en los pastos atados juntos con una correa para evitar
que escapen, atacarán y matarán a uno, y lo arrastrarán, junto con el otro
vivo, a su guarida. No lo habría creído si no lo hubiera presenciado
personalmente cuando viajaba en compañía de los soldados de Santiago. Su
astucia es igual a su fuerza. Si el bosque y la llanura les niegan el alimento,
lo procuran pescando en el agua. Como son excelentes nadadores, se sumergen
hasta el cuello en algún lago o río y escupen por la boca una espuma blanca
que, nadando en la superficie del agua, los peces hambrientos devoran con avidez
como alimento y son rápidamente arrojados a la orilla por las garras de los
tigres. También capturan tortugas y las arrancan de sus caparazones con
maravillosa habilidad para devorarlas. A veces, un tigre, oculto bajo la hierba
alta o entre las zarzas, observa tranquilamente pasar una tropa de caballos y
se lanza con impetuosidad sobre el jinete que cierra la compañía. En las noches
lluviosas y tormentosas se infiltran en las viviendas humanas, no en busca de
presas o comida, sino para protegerse de la lluvia y del viento frío.
Aunque la sombra de
esta bestia es suficiente para crear alarma, los más temibles son aquellos que
ya han probado la carne humana. Los tigres de este tipo tienen un intenso deseo
de humanos y los acechan continuamente. Seguirán los pasos de un hombre durante
muchas leguas hasta que lo alcancen.
Será apropiado en este
lugar dar cuenta de algunos métodos de defensa contra los tigres. Si trepas a
un árbol para evitar caer en las garras de un tigre, él también subirá. En este
caso, la orina debe ser tu instrumento de defensa. Si la arrojas a los ojos del
tigre, cuando te esté amenazando al pie del árbol, estarás a salvo; la bestia
inmediatamente se dará a la fuga. Por la noche, un fuego ardiente proporciona
una gran seguridad contra los tigres. También temen a los perros, aunque a
veces los despellejan y despedazan cruelmente. Los españoles tienen mastines
que son muy formidables para los tigres.
En la ciudad de San
Fernando, un tigre se colaba de noche en los rediles, mataba a las ovejas, les
chupaba la sangre y, dejando los cuerpos, se llevaba las cabezas. Al final,
esta audacia nos pareció insoportable, y al ponerse el sol, veinte abipones se
armaron con lanzas para matar a la malvada bestia y se pusieron en una
emboscada. Otro, armado con pistolas, se tumbó en medio del rebaño. Aunque los
hombres se escondían silenciosamente en el patio cercano, el tigre, consciente
de la situación, ya fuera por el olor o por el oído, no se atrevió a acercarse
al redil. Al final, descartando su llegada, los vigiladores, al anochecer,
regresaron a sus chozas. Apenas habían dado la espalda, cuando el tigre regresó
y despedazó a diez ovejas. Para buscarlo, todos los abipones que estaban en
casa partieron a pie, armados por ambos lados con lanzas, listos para atacar en
cuanto apareciera la bestia. A petición de los indios, fui a retaguardia armado
con un fusil, una bayoneta y algunas pistolas. Después de explorar
diligentemente los alrededores, como no apareció ningún tigre, regresamos a
casa sin realizar nuestra tarea, y fuimos saludados por los silbidos de las
mujeres.
Pero el mismo tigre, al
ponerse el sol, se acercaba todos los días a la ciudad para desgarrar parte del
cadáver de un caballo, sin que los indios que lo acechaban pudieran atraparlo.
Los abipones tienen continuas luchas con los tigres y, a menos que la lanzada
falle, siempre salen victoriosos. Por eso, muy raramente un abipón es devorado
por un tigre, pero innumerables tigres son devorados por los abipones. Su
carne, aunque horriblemente desagradable incluso cuando está completamente
fresca, es ansiosamente ansiada por los salvajes jinetes, que también beben
grasa de tigre derretida, considerándola un néctar e incluso creyendo que es un
medio para darles coraje.
Todos detestan la idea
de comer gallinas, huevos, ovejas, pescado y tortugas, imaginando que esos
tiernos alimentos engendran pereza y languidez en sus cuerpos y cobardía en sus
mentes. Por otra parte, devoran con avidez la carne del tigre, el toro, el
ciervo, el jabalí, el anta y el tamandúa, pensando que, al alimentarse
continuamente de estos animales, su fuerza, audacia y coraje aumentan. En
repetidas batallas con los tigres, muchas personas son heridas por sus garras.
Las cicatrices, una vez curadas las heridas, ocasionan un fuerte dolor y ardor,
que ni el tiempo ni la medicina pueden aliviar. Los propios tigres son
atormentados con el calor de sus propias garras, y para aliviar el dolor, las
frotan contra el árbol del seibo y dejan la marca de sus uñas en la corteza. El
tigre no perdona a ninguna criatura viviente; atacan a todas, pero con distinta
fortuna y éxito: los caballos y las mulas, a menos que salven sus vidas huyendo
rápidamente, generalmente son derribados; los asnos, cuando pueden conseguir un
lugar donde puedan cubrir sus espaldas, repelen al asaltante dando vueltas y
vueltas y pateando muy rápidamente durante mucho tiempo; pero en campo abierto
rara vez tienen éxito. Las vacas, confiadas en sus cuernos, se defienden a sí
mismas y a sus terneros con la mayor intrepidez.
Las yeguas, por el
contrario, al acercarse un tigre, abandonan a sus potros y emprenden la huida.
Las antas [error por osos hormigueros] se tumban de espaldas, esperan al
enemigo que avanza con los brazos extendidos y, en cuanto éste les ataca, lo
aplastan hasta matarlo, si damos crédito al testimonio de los nativos. Los
abipones utilizan las pieles de tigre para hacer corazas, cojinillos, alfombras
y mantas. En España, cada piel se vende por cuatro y, a veces, seis florines
alemanes. Con la esperanza de obtener ganancias, varios españoles se unen en
Paraguay y salen a cazar tigres. Cada año se envía a España una gran cantidad
de pieles de tigre. En la ciudad de Santa Fe conocí a un español que al
principio era indigente y que, gracias a este comercio de pieles, en pocos años
despertó la envidia de los demás por su opulencia.
Castellanos, Juan de. 1955. Elegías de varones ilustres de Indias. Bogotá, Biblioteca de la Presidencia de la República. 4 vols.
Dobrizhoffer, Martin. 1822. An Account
of the Abipones, an equestrian people of Paraguay. 3 vols. London: John Murray.
Jardine, William. 1846. Lions, tigers, &c. Naturalist's library, volume 3. London, H. G. Bohn
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