"Cuando se hace la historia de un animal, es inútil e imposible tratar de elegir entre el oficio del naturalista y el del compilador: es necesario recoger en una única forma del saber todo lo que ha sido visto y oído, todo lo que ha sido relatado por la naturaleza o por los hombres, por el lenguaje del mundo, de las tradiciones o de los poetas".

Michel Foucault-Las palabras y las cosas


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sábado, 29 de octubre de 2011

EL MONSTRUO DE SAN VICENTE: LA RANA TORO.




               
"Dinos, te lo ruego, que demonio es esta melancolía, que puede transformar a los hombres en monstruos"
    -John Ford, 'The Lady's Trial' (1639) 
          






Agradezco a mi amigo Gabriel Rodriguez por acercarme esta interesante relato de Marcos Freiberg.

             
San Vicente es una localidad cercana a la ciudad de Buenos Aires que tiene la suerte de poseer a su vera una laguna. Si bien este detalle ecológico no resulta muy original, posibilitó el desarrollo de acontecimientos como los que ocurrieron allá por el verano del 43 y proporcionaron al pueblo de una publicidad tan inesperada como envidiable.

Una noche caliginosa, en víspera de tormenta, mientras los vecinos trataban de conciliar el sueño que se les escurría de los ojos, acosados por la temperatura y el zumbido irritante de los mosquitos en trance de procurarse el sustento, oyeron un sordo mugido procedente de la insondable oscuridad lacustre.

Una y otra vez repitiose el extraño lamento, por momentos iracundo, pero no prestaron demasiada atención al asunto dado que al día siguiente era preciso levantarse temprano para trabajar y no era cuestión de dormirse sobre los libros de la oficina o equivocarse con las sumas y restas bancarias, que no permiten debilidades humanas y obligan a reponer dolorosamente los pesos fantasmas.

Al caer la noche, no menos insomne y calurosa que la víspera volvió a escucharse el terrorífico rugido, como se les antojó a los pobladores, y- ahora no había duda- el sonido era real y no producto de fantasiosas elucubraciones.

Como de cualquier manera no podían dormir comenzaron a pensar en el probable origen de tan extemporáneo fenómeno pero, una vez más, el cansancio y una tregua en el vuelo en picada de los implacables insectos ahítos de sangre, les permitió conciliar el sueño y olvidar la idea obsesiva que se insinuaba en sus mentes crédulas.

Con las ineludibles obligaciones cotidianas, el misterioso suceso se olvidó un poco, pero con el crepúsculo volvieron mosquitos y mugidos y como era sábado, los vicentinos sentados ante las puestas de sus casas  a horcajadas sobre la sillas puestas al revés, las manos sobre el respaldo y las barbillas apoyadas dubitativamente sobre el dorso, sana costumbre pueblerina que facilita la intercomunicación humana, hablaron largo y tendido sobre los singulares acontecimientos ocurridos.

Las opiniones estaban divididas y alguien acotó - más informado- que tal vez la naturaleza les había otorgado la suerte de albergar en su laguna, además de humildes bagres, alguna criatura antediluviana, capaz de atraer la atención de los científicos, la fama y , ¿porqué no?, provechosos negocios turísticos para la localidad si se explotaba inteligentemente la presencia del extraño ser.

¿No tenían acaso sus monstruos respetables el lago Lochness en Escocia y el Lago Di Como en Italia?¿No hubo buen jaleo con el plesiosauro de la Patagonia?¿Porqué había de ser menos el pueblo de San Vicente?.

Alguien tenía un amigo periodista y se comunicó la novedad a la prensa. Ni cortos ni perezosos los muchachos tomaron la noticia por su cuenta y el “Monstruo de San Vicente”, como lo bautizaron prontamente, toma estado público nacional. Titulares a toda página informaron al país que la modesta laguna, cuasi incógnita hasta ayer, daba albergue a un dragón temible, que rugía de noche y atemorizaba hasta el pánico a los vecinos.
Monstruo o no el Hombre- con mayúscula- no permanecería indiferente ante su aparición y como, si como se presumía, resultaba una especie reptiliana ancestral, respetada milagrosamente por los milenios, no pasarían sus vivencias al futuro si de las buenas gentes de San Vicente dependiera.

Reportajes y opiniones diversas aparecieron profusamente en lo periódicos, acompañados a veces, de fotografías nocturnas en que sólo se veían pajonales y dibujos del presunto dinosaurio con un largo cuello, pero el aterrador rugido se oía intermitentemente, llenando de zozobra el ánimo crédulo de los campesinos. Sólo quedaba para la dignidad de los ciudadanos un camino para debelar la incógnita lacerante y es el que se tomo decididamente.

La cacería se organizó tomando en cuenta los más mínimos detalles. Abundante acopio de armas, largas y cortas, linternas, perros y corazones intrépidos dispuestos a triunfar, o sea, aniquilar al monstruo abominable o a morir en la demanda. Bueno, tal vez no tanto, pero casi era eso.

La noche era oscura y el aire caluroso y húmedo traía el vaho de las aguas quietas y de los pajonales. A ratos un relámpago presagiaba la tormenta inminente. El grupo de valientes inició la marcha: los dientes apretados, los puños crispados sobre la empuñadura de las armas y los dedos rápidos en los gatillos. Los perros corrían adelante, ladraban y excitados agitaban las colas como en las nobles cacerías de la perdiz colorada. Pero parecían comprender que aquí se trataba de algo más importante y peligroso. Mientras tanto los mugidos no cesaban y el que los emitía no demostraba importarle gran cosa el peligro probable de ser descubierto.

Dejaron atrás las últimas casas. Bípedos y cuadrúpedos olfatearon el aire neblinoso que les sirvió de acicate en la aventura.

El sonido escalofriante del extraño ser guiaba a los intrépidos. Encendieron las linternas y se abrieron en abanico apartando los pastos espesos. Nadie hablaba. Arrecieron los ladridos y, orientados los perros por el olfato, corrieron rectamente hacia un lugar cercano a la orilla, cuando de repente cesaron los mugidos. Los hombres temblaron, pero arrastrados por los acontecimientos ya no podían retroceder. Reunieron los haces luminosos de las linternas y se acercaron al lugar que acosaban los perros enfocando hacia arriba, más o menos a la altura de un monstruo respetable, pero las saetas de luz perforaron inútilmente las sombras. El espacio estaba vacío. Bajaron los focos y, evidentemente, pensaron que el horrible ser debía ser algo rastrero, pues tampoco descubrieron otra cosa salvo pastos enhiestos. Finalmente, dispuestos a todo apartaron con largas estacas la vegetación, apretaron convulsivamente las armas y ... en un círculo luminoso como una vedette vaudeville en un escenario, quedó iluminada en pleno una rana toro, “bull frog” de los norteamericanos, de respetables dimensiones, pero ni remotamente significaba su bautizo de “Monstruo de San Vicente”, pues ni era tan horripilante por cierto ni tampoco era de San Vicente, aunque estaba allí de visita, escapaba de algún aficionado ranero, si bien sus mugidos potentes habían originado el malentendido.

Cuando los valientes expedicionarios, bastantes desilusionados pero no menos aliviados de la tensión nerviosa sufrida ante la incertidumbre del peligro de hallar a la marginada bestia apocalíptica, se disponían a aplastar ignominiosamente al animalejo de marras, según inveterada costumbre humana para zanjar los diferendos, un viejo criollo que había participado de la partida con una linterna y una bolsa por toda arma detuvo con un gesto de su mano a los machos llenos de coraje, y tomando a la rana con la mano izquierda la introdujo en el saco, se lo echó al hombro y emprendió el regreso.


Rana catesbeiana
(Pope, C. H. 1944. Amphibians and reptiles of the Chicago Area.  Fieldiana. Zoology. Special Publication)

Al día siguiente los porteños pudieron contemplar a sus anchas en el Jardín Zoológico de Buenos Aires, encerrado en una breve caja de vidrio, al presunto monstruo con menos aprensión que en las tartarinescas jornadas vicentinas. En la base de la jaula podía leerse: rana toro o “Bull Frog”, Rana catesbeiana, de los Estados Unidos y Méjico.


Marcos A. Freiberg
El Mundo del Zoo, 1974
Edit. Albatros



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