Alex Mouchard
“Tu descanso geométrico procura
menguar la transparencia de la espera,
como si usases garras de madera,
como si encaneciese tu negrura,
las amnistías de la primavera,
es propiamente un banderín que altera
la aciaga ordenación de tu postura.
Ejecutante sobrio del venado,
imparcial asesino del enjuto
tigrillo y del lagarto novelero,
tormenta quieta, príncipe surcado
de miel abrupta, de granizo y luto,
escudriño en el verbo y te pondero.”
Carlos Villagra Marsal-
Preñado reposo del taguató apyratí-Ciertos pájaros (*)
Muchos suponen que los antiguos ornitólogos de gabinete eran especialistas que poco conocían de la naturaleza más allá de los ejemplares muertos de los museos, que acomodaban cuidadosamente en cajones y vitrinas. Pero ese no es el caso de Louis Jean Pierre Vieillot (1748- 1831), quizás el más reconocido ornitólogo francés de su época, que describió 387 especies de aves, incluyendo, lo que es de mucho interés para nosotros, muchas de las aves descriptas por Azara. A estas aves les dio por primera vez una nomenclatura científica binomial, según el sistema de Linneo, ya que el naturalista aragonés fue reacio a usar nombres en latín.
Vieillot tuvo una vida si no de aventura, por lo menos bastante movida y pudo conocer la fauna americana en forma directa. Desde su juventud vivió en la colonia francesa de Santo Domingo, actual Haití, donde se dedicó al comercio y además a la colección de ejemplares. Pero en 1791 al producirse los primeros alzamientos de esclavos dirigidos por el caudillo François Dominique Toussaint-Louverture, Vieillot tuvo que exiliarse en los Estados Unidos, donde recolectó material para una ornitología de las aves de Norteamérica. Posteriormente regresó a Francia, sufriendo durante el viaje la pérdida de su mujer y de sus tres hijas, víctimas de la fiebre amarilla. En Francia se dedicó a estudiar las colecciones del Museo de París y redactó sus más conocidas obras sobre ornitología. Vieillot fue uno de los primeros ornitólogos en describir las variaciones del plumaje de las aves y en incluir datos obtenidos directamente de la naturaleza. Sus últimos años transcurrieron en Rouen, en extrema pobreza, ciego y prácticamente viviendo como un ermitaño.
Fue Vieillot quien nominó para la ciencia a la especie que nos ocupa y a la cual, por considerarla muy próxima a la harpía, la designó Harpyia coronata. El ave en cuestión era la que Azara había nombrado “Aguila Coronada”, debido a que a que “en lo alto del colodrillo nacen quatro plumas muy notables ... verticales cuando quiere, y siempre algo levantadas.” El nombre que le daban los guaraníes, “Taguató hobí”, o sea “Aguilucho Azul”, parece menos apropiado ya que, según dice Azara, “solo conviene al macho”. Aparte de describirla minuciosamente, el naturalista español, aporta algún dato sobre la forma de vida de las que genéricamente llama águilas, incluyendo además de esta especie al águila mora (Geranoaetus melanoleucus) y al aguilucho alas largas (Buteo albicaudatus). Refiere que su aspecto es tranquilo y fiero, pero de instinto tan estúpido que apenas conocen el peligro y se dejan matar con facilidad. Van muchas veces en pareja y cantan unos silbidos agudos y lamentables que se oyen de lejos. No bajan al suelo sino para cazar y se pasan horas posadas en los árboles mas altos del campo y de las orillas de los bosques. Para cazar se lanzan desde su percha o bien se remontan batiendo lentamente las alas y se dejan caer a plomo con las alas plegadas y produciendo tal ruido que aterrorizan a la presa. Acuden a los campos quemados para atrapar víboras, pájaros, mamíferos y hasta insectos. Así capturan inambúes, gallinas, cuises, e incluso corderitos y crías de venado. Llevan a la presa a los árboles donde las comen, engullendo hasta huesos y plumas. Acuden a los cadáveres frescos donde los jotes les ceden lugar con respeto.
El ornitólogo holandés Temminck, que tanto discutió con Vieillot sobre la nomenclatura de las aves, copió los conceptos de Azara sin agregar nada nuevo, salvo una bella lámina del ave adulta.
Temminck, K -1823 – Nouv. Rec. Pl. Col. 40, pl. 234.
A comienzos del siglo XIX, cerca de Carmen de Patagones, el naturalista francés Alcides d’Orbigny logró cazar un ejemplar: “Maté un hermoso macho de águila coronada, única ave de presa que come al zorrino, cuya hediondez pone en fuga hasta el más hambriento de los carnívoros”. Hoy nos parecería un sacrilegio matar un ejemplar de esta hermosa águila, pero piensen que en aquella época era apenas conocida y la única forma de estudiarla era mandar ejemplares a los museos, donde estaban los medios y los expertos para hacerlo. William Hudson duda sobre esta observación de d’Orbigny, principalmente porque éste no aclara de dónde obtuvo la información. Hudson conoció al águila coronada en el mismo lugar, posando en los altos sauces de la ribera del río Negro, y observó que muchas águilas de distintas especies que cazó en la Patagonia tenían el olor rancio del zorrino en el plumaje lo que revela que efectivamente lo atacan, pero eso no significa que logren cazarlo, porque de concretar el ataque recibirían seguramente la descarga pestífera y optarían por dejarlo. Creo que Hudson no tomó en cuenta que el olfato de la mayoría de las aves parece ser bastante pobre y seguramente no serían afectadas de la misma forma que un mamífero. Sin embargo, agrega un buen argumento y es que si los ataques fueran tan efectivos el zorrino no sería tan abundante y confiado como lo era en esa época. Von Ihering que capturó al águila coronada en Rio Grande do Sul, o sea en un ambiente totalmente distinto, coincide con d’Orbigny afirmando que caza zorrinos pese al olor que éstos despiden.
El barón Nöel Frédéric Armand André de Lafresnaye, un aristócrata ornitólogo francés que clasificó la colección de d’Orbigny, señaló que esta especie fue colocada por los ornitólogos en diferentes géneros. En efecto Azara y Temminck la consideraron un águila, pero Cuvier y d’Orbigny la ubicaron junto a las águilas culebreras africanas en el género Circaetus, y Vieillot, como ya vimos, entre las harpías. Acertadamente dedujo que eso ocurrió porque no encajaba bien en ninguno de esos géneros, y por eso le creó uno especial: Harpyhaliaetus. La consideraba un ave de transición con las alas, la cola y las patas desnudas de las águilas, el copete y el color de las harpías, y los tarsos y dedos reticulados de los Circaetus. El nombre genérico también hace referencia a su proximidad con las águilas pescadoras del género Haliaetus. Hoy en día todas esas aves se ubican en diferentes subfamilias de la familia Accipitridae lo que indica que sus semejanzas posiblemente se deben más a analogías que a homologías. Salvin y Godman la consideraron también una transición entre las harpías y los buteos. Y citan su habilidad para cazar armadillos a los que levantan con sus garras y los dejan caer desde cierta altura para matarlos.
En este tema, hay que considerar cómo eran los sistemas de clasificación de la época. Cuvier clasificaba a las rapaces diurnas en dos grupos: los buitres y las falcónidas. Y a estas últimas en nobles e innobles según su aptitud para ser utilizadas en cetrería, con lo cual vemos que se mezclaban en forma arbitraria criterios de clasificación completamente disimiles entre sí: biológicos y culturales. Para este autor, el águila coronada vendría a estar ubicada en el grupo de las innobles y muy cerca de la Harpyia, la “Gran Harpía de América, que posee tal fuerza en su pico que es capaz de partir el cráneo de un hombre” (!).
Kothe, K. – 1912-Ornithologische Monatsberichte 20:1.
En 1871 llegó a Buenos Aires el inglés William Blackstone Lee alojándose en el Hotel de la Paix donde en esa época solían residir los viajeros del exterior. Su destino original era Entre Ríos pero debido al levantamiento del general Ricardo López Jordán contra Urquiza que terminó con el asesinato de éste, Lee aceptó la propuesta de dos caballeros que se alojaban en el mismo hotel, para dirigirse a su estancia en Fraile Muerto, cerca de la actual Bell Ville en Córdoba. Allí se encontró con un paisaje lleno de aves, los campos plenos de ñandúes y ciervos de las pampas, pumas y algún que otro yaguareté. En ese lugar tuvo la oportunidad de comprobar la impresionante bravura del águila coronada. Parece ser que un águila hembra se hallaba comiendo del cadáver de una oveja cuando un amigo de Lee le disparó sin llegar a matarla. Cuando se acercaron el ave se defendía con tanta ferocidad que tuvieron que golpearla con una rama para hacerla caer de espaldas y allí la aseguraron cruzándole la rama sobre el pecho y sosteniéndola con un pie de cada lado. Allí se sorprendieron por la fuerza de su agarre y por el coraje con que, elevando la cresta levantada, golpeaba todo lo que estuviera a su alcance.
Hudson también nos cuenta que en 1863 Edward Wallace Goodlake llevó un ejemplar de esta águila de la Argentina al Jardín de la Zoological Society de Londres. Este ejemplar todavía seguía figurando en los registros de la sociedad en el año 1883, es decir habría alcanzado una longevidad de por lo menos 20 años.
Eduardo
Haene (2020) en Bañados de los Pantanos (La Rioja),
un caserío al sur del Salar de
Pipanaco, registró para esta especie el nombre “águila simbuda ... por las simbas o trenzas que parece
desplegar detrás de la nuca".
Haene,
E. 2020. El llamado del algarrobo. Aves argentinas 58:32.
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(*) Aunque esta poesía está dedicada al taguató apyratí, o sea el águila crestuda real, Spizaetus ornatus, la transcribo por hallarla aplicable también al águila coronada.
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REFERENCIAS
-Azara, F de -(1802)- Apuntamientos para la Historia Natural de los Páxaros del Paraguay y del Río de la Plata. Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología. España. 1992.
-Cuvier, G –1833– The animal Kingdom, N. York
-d’Orbigny, CD -(1835-1847)- Viaje por América Meridional – Emecé – Bs: Aires, 1999.
-Lafresnaye, NF -1842– Révue de Zoologie 5:173.
-Lee, WB –1872– Ibis p. 536
- Salvin, O & Godman, FD -1897-1904- Biología Centrali-Americana –Aves.
-Sclater, PL & Hudson, WH –1888- Argentine Ornithology
-Temminck, K -1823– Nouv. Rec. Pl. Col. 40, pl. 234.
-von Ihering, H –1898- As aves do estado de S. Paulo. Revista do Museu Paulista, vol. III.
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