La presente nota nos fue aportada por el arqueólogo Jédu Sagárnaga, desde Bolivia, a quien mucho agradecemos.
Jédu
Sagárnaga
Introducción.
El
momento crítico que vive el país (y el mundo), invita a reflexionar sobre la
salud, la economía y la política, fundamentalmente. Pero también puede y debe invitarnos
a reflexionar sobre la vida y la naturaleza, de la cual estamos rodeados, sin
que reparemos mucho en ello. La presente es una invitación al análisis de lo
cerca que estamos de expresiones naturales tan intrigantes y curiosas como el
pájaro carpintero andino que, mucha gente ni lo sabe, habita muy cerca nuestro.
Un
estudio de la Unidad de Manejo y Conservación de Fauna del Instituto de
Ecología de la Universidad Mayor de San Andrés, señala que “Hay 107 especies de
aves que se pueden observar en La Paz y sus alrededores. También tenemos ocho
mamíferos medianos y grandes, alrededor de 20 mamíferos pequeños (roedores y
marsupiales) y siete murciélagos. Hay varios tipos de ranas, reptiles, peces e
insectos”.
A
guisa de ejemplo quiero mencionar el trabajo de dos de mis buenos amigos, el
Dr. Enrique Richard (biólogo digno de admiración y respeto) y su esposa la Dra.
Denise Contreras (también gran profesional) quienes señalan que se conocen al
menos 51 especies de aves para la ciudad de La Paz[1].
En dos sendos artículos se han concentrado particularmente en la observación del
aguilucho común (Geranoaetus polyosoma) y del águila mora (Geranoaetus melanoleucus)
en las ciudades de La Paz y El Alto.
El
asunto es: ¿cuándo aprecias toda esa fauna? No en el frenesí diario que implica
el tener que trabajar, estudiar, o cualquier otra actividad que copa tu tiempo.
Por otra parte, esa fauna es esquiva. A duras penas subsiste, en un medio
hostil como es la ciudad que ha avasallado su territorio y la ha confinado a
pequeños sectores.
Desarrollo.
Precisamente
hace unos días, a través de las redes sociales, se difundió la noticia de la
caza ilegal de vizcachas[2]
que se estaba practicando por los alrededores de la zona de Achumani, donde yo
vivo. Justo frente a mi casa, apenas separados por una pequeña quebrada, se
alzan unos cerros espectaculares, no muy elevados pero con una pendiente muy
alta. De hecho quienes vienen a visitarme apenas reparan en mi casa, pero se
maravillan de “mis cerros”. Por eso siempre fanfarroneo: “¿Les gustan mis
cerros? ¡Me ha costado mucho hacerlos!”.
Cuando solíamos ir con Ruth, mi esposa, a algún compromiso, y volvíamos a casa a la una o dos de la mañana, siempre nos encontrábamos con algunas vizcachitas casi en nuestra puerta. El ruido del motor del carro no las espantaba, y más bien se quedaban quietitas, como petrificadas. Según ellas, tal vez, no las veíamos, pero nosotros nos quedábamos alumbrándolas con la luz de nuestros faroles un largo rato, a ver quién se cansaba primero”. Hoy ya no las vemos tan seguido, lo que significa que: o ya no vamos tanto de parranda, o estos pacíficos roedores se están extinguiendo.
De
todos modos, mi barrio –tal vez por estar más alejado del bullicio urbano– es privilegiado
en avistamientos especialmente de aves. De hecho, cada que mis dos humildes
ciruelos empiezan a dar fruto, decenas de chiwankos[3]
vienen a darse un festín, y tenemos que estar compitiendo durante todo el mes
de noviembre para ver quién deja sin ciruelo al otro.
También
hemos visto varias veces halcones, alguna vez águilas y muchas especies de
pájaros; y hasta he oído búhos. Las palomas son las más detestables entre todas
las aves que viven por acá, y también las más abundantes.
Cuarentena.
Dada
la Pandemia, el gobierno ha declarado hace unas semanas, un estado de
cuarentena muy rígido en el país. Eso implica, al menos, dos cosas: No pueden
circular los vehículos, salvo que se tenga un permiso especial, y no se puede
salir de casa, salvo en alguna ocasión especial. La primera situación ha hecho
que la polución y el ruido, disminuyan drásticamente. Eso ha alentado a que la
fauna, normalmente invisible por las condiciones arriba señaladas, se atreva
ahora a aparecer, aunque sea de manera furtiva. La segunda situación, ha
posibilitado a la gente poder permanecer más tiempo en casa, un poco tensa, un
poco nerviosa, pero resguardando la salud.
Mi
actividad académica no ha cesado en estas semanas y he aprendido en estos días
a manejar algunas plataformas virtuales que me permiten desarrollar mis clases
con los estudiantes. También he aprovechado para leer varias de las cosas que
hace tiempo deseaba, y estoy escribiendo simultáneamente 5 artículos, uno de
los cuales tiene el amable lector al frente (el más corto, por cierto). Hay
momentos, muy pocos, en que a manera de despejarme me levanto de mi asiento y
me aproximo a la ventana desde la que observo mi pequeño y mal cuidado jardín,
pensando en que necesita un “corte de pelo”. La persona que venía con su
cortadora de césped, vive lejos y no le veo hace rato. También hay que arreglar
las flores, pero no soy bueno en eso. Ruth se ocupa alguna vez.
Pero
he aquí que, en ese pequeño mundillo, pueden ocurrir cosas maravillosas. Por
ejemplo muchas abejas acuden a proveerse de polen de mis pocas flores, y eso me
entusiasma. Y Démian, mi hijo, el otro día filmó a un colibrí en pleno vuelo,
succionando el néctar de las flores. “Nos hizo un honor”, le comenté (Fig. 1).
Por
si ello fuera poco, una mañana aterrizó en medio del jardín, un yaka yaka (Fig.
2). A este bicho emplumado le conozco
bien. Le conocí en el campo, en mis labores investigativas, hace ya varios
años. De hecho, no me cae bien, pues le considero un gran depredador de algunos
monumentos arqueológicos, que más bien yo defiendo y protejo.
Resulta
que el yaka yaka, como le dicen los aymaras, es una especie de pájaro
carpintero. Pero como en el altiplano casi no existen árboles (al menos los
nativos son solamente dos), entonces se ensañan con las actuales casas de adobe
y con las tumbas precolombinas del mismo material, y que se conocen como
“chullpares”.
En
las proximidades del río Lauca, en el departamento de Oruro casi frontera con
Chile, están los chullpares de adobe más espectaculares de toda Bolivia (y de
los Andes en general). Se hicieron famosos gracias a un artículo publicado en
una revista por la recientemente desaparecida Arq. Teresa Gisbert y sus
colaboradores[4].
Se trata de varias decenas de estructuras de filiación inka dispersas en un
área bastante grande. La mayoría de ellas presentan en el frontis diseños
geométricos de colores. Conozco otras tumbas también en otros lugares, pero no
en la cantidad que se tiene en el Lauca. La primera vez que visité este
increíble yacimiento (en 1997) quedé azorado, tanto por la belleza de las
torres, como el alto grado de deterioro que presentaban, no solo por las
condiciones atmosféricas (erosión eólica y pluvial, principalmente) o los wakeros[5]
que han desbaratado el contexto cultural, sino también por los llamados
“agentes biológicos” en cuyo podio puede colocarse al yaka yaka. Las paredes
presentaban múltiples huecos que eran los nidos que hacen estas irrespetuosas aves.
En
el trascurso de mi investigación sobre chullpares (que ya lleva una veintena de
años) y en los años sucesivos, he comprobado similar cosa en casi todos los chullperíos[6]
que he visitado. Incluso en un congreso mencioné el daño infringido a las
torres por parte del carpintero andino, a lo que un arquitecto (que había
trabajado en conservación de chullpares) replicó que eran más bien unos patos
volátiles, y no el injustamente acusado yaka yaka. El tiempo me dio la razón,
pues en una de mis salidas, comprobé con espanto que efectivamente en algunos
chullperíos anidan no solo los yaka yakas, sino también una especie de
palmípedas no muy grandes (unos 40 cm de longitud). Así por ejemplo, en
septiembre de 2011 en el chullperío de Kulli Kulli (próximo a la comunidad de
Ayamaya, al sur de Sica Sica, Provincia Aroma) pude comprobar que entre las
ruinas habían yaka yakas, patos y –cuando no, de puro metidas- palomas (Fig. 3).
Pero los que fabrican el hueco para anidar, no son sino los carpinteros.
En
junio de 2013, cuando estuve relevando los chullpares de Mikayani (en la
provincia Aroma), pude evidenciar y registrar también la presencia de yaka
yakas en el lugar. Esta vez se trataba de toda una bandada (Fig. 4).
Incluso
en las proximidades del Chullperío de Jacha Pahaza (cerca de Calacoto, en la
provincia Pacajes), registré la presencia del yaka yaka pero, en honor a la
verdad, esta vez no estaba entre los chullpares, quizás porque, esta vez, las
tumbas fueron elaboradas en piedra y no
en adobe (Fig. 5).
El carpintero y el ablandado de la piedra.
Pero
si este carpintero es famoso, no es tanto por malograr antiguas tumbas, sino
por añejas leyendas que le atribuyen el secreto del ablandado de la piedra que
habrían aprovechado en su favor los constructores de los antiguos monumentos
pétreos del Mundo Andino.
En
efecto, los exploradores y científicos que visitaron los Andes el siglo pasado,
escucharon de boca de los indígenas, curiosas historias sobre el secreto que
poseían los habitantes de estas latitudes para volver “plastilina” la piedra,
gracias a lo cual habrían podido construir con cierta facilidad, por ejemplo,
los ciclópeos muros de Ollantaytambo en el Cuzco, o los magníficos edificios de
Tiwanaku, a 71 km de nuestra ciudad.
A
Hiram Bingham (1875-1956), a quien injustamente se le atribuye el
descubrimiento de la célebre ciudadela de Machu Picchu en el Perú (pues 9 años
antes ya lo había reportado un señor de nombre Agustín Lizárraga), le contaron
sobre la existencia de una planta con cuyos jugos los incas ablandaron las
piedras para que pudieran encajar perfectamente. “Hay registros oficiales sobre
esta planta, que incluye a los primeros Cronistas españoles”, reza un artículo[7],
aunque en mis pesquisas no he podido corroborar el dato etnohistórico
mencionado. Se dice que un día, mientras acampaba por un río rocoso, Bingham
observó un pájaro parado sobre una roca que tenía una hoja en su pico, vio como
el ave depositó la hoja sobre la piedra y la picoteó. El pájaro volvió al día
siguiente. Para entonces se había formado una concavidad donde antes estaba la
hoja. Con este método, el ave creó una "taza" para coger y beber las
aguas que salpicaban del río.
Otro
personaje, el Cnel. Percy Harrison Fawcett fue un explorador inglés que, junto
con su hijo Jack, se perdió en las selvas vírgenes del Brasil, entre los ríos
Xingú y Paraguassu, mientras andaban en busca de una legendaria ciudad en
ruinas. Ocurrió ello en 1925. Al parecer ellos, y un tercer acompañante,
murieron a manos de los indios kalapalo del Brasil. Su otro hijo Brian, ordenó
y adaptó los manuscritos, cartas y memorias de P.H. y dio a estampa el libro
"Exploration Fawcett" que fue vertida luego al castellano, y que le
devolvió la vida a ese inglés que en sus relatos aparece enfrentando gente y
animales extraños, y descubriendo antiguas y misteriosas ruinas[8].
En
una parte de su relato señala: “…en, toda la montaña peruana y boliviana se
encuentra una avecita semejante al martín pescador, que hace su nido en
orificios totalmente redondos en la escarpadura rocosa sobre el río. Estos
agujeros se pueden ver perfectamente, pero no son accesibles y, lo que es más
extraño, sólo se encuentran en las regiones en que viven estos pájaros. Una vez
expresé mi sorpresa ante la suerte que tenían de encontrar hoyos para nidos
convenientemente situados y tan perfectamente horadados, como practicados a
taladro.
“—Ellos
mismos hacen los agujeros. —Estas palabras fueron pronunciadas por un hombre
que había pasado un cuarto de siglo en la montaña—. Más de una vez los vi
hacerlos. Los he observado. Las aves llegan a los acantilados con hojas de cierta
especie en su pico; se adhieren a la roca como pájaros carpinteros a un árbol,
restregando las hojas con un movimiento circular sobre la superficie. Después
vuelan regresando con más hojas y continúan con el proceso. Tras tres o cuatro
repeticiones, botan las hojas y comienzan a picotear y, ¡cosa maravillosa!,
pronto abren un orificio circular en la piedra. Se alejan y vuelven siguiendo
con el proceso de restregar las hojas y picotean de nuevo. Se demoran algunos
días, pero abren agujeros suficientemente profundos como para contener sus
nidos. He ascendido a mirar los hoyos, y, créame, un hombre no podría taladrar
uno más perfecto.
“—
¿Insinúa usted que el pico del pájaro penetra en la roca sólida?
“—El
pájaro carpintero horada la madera sólida, ¿verdad?... No, no creo que el
pájaro traspase la roca sólida, pero creo, y cualquiera que los haya observado
piensa lo mismo, que estás aves conocen una hoja cuya savia ablanda la roca
hasta dejarla como arcilla húmeda.
“Me
pareció que era un cuento, pero después que oír relatos similares: de otras
personas en todo el país, creí que se trataba de una tradición popular”[9].
La planta que ablanda la piedra.
Cuenta
el periodista español Juanjo Pérez, que el padre Jorge Lira, un sacerdote
peruano ya fallecido, era uno de los mayores expertos en folclore andino, fue
autor de infinidad de libros y artículos y, sobre todo, del primer diccionario
del quechua al castellano. El mencionado personaje vivía en un pueblito cercano
al Cusco y hasta allá se dirigió un señor de nombre Jiménez del Oso, para
entrevistarlo sobre una inquietante afirmación: el padrecito afirmaba haber
descubierto el secreto mejor guardado de los incas: una sustancia de origen
vegetal capaz de ablandar las piedras[10].
Mencionaba
una planta de increíbles propiedades que, mezclada con diversos componentes,
convertía las rocas más duras en una sustancia pastosa y moldeable. Según esa
misma fuente, el padre Lira estudió la leyenda de los antiguos andinos y,
finalmente, consiguió identificar el arbusto de la jotcha como la planta que, tras ser mezclada y tratada con otros
vegetales y sustancias, era capaz de convertir la piedra en barro. "Los
antiguos indios dominaban la técnica de la masificación –afirma el padre Lira
en uno de sus artículos—, reblandeciendo la piedra que reducían a una masa
blanda que podían moldear con facilidad".
El
curita ya hace rato que entregó su alma al señor llevándose a la tumba el
secreto de la planta milagrosa (si es que esta alguna vez existió), pues nadie
sabe cuál es la jotcha. Antes y después muchos se dieron a la tarea de buscar
la planta y hay quienes creen que es la kechuca
una supuesta hierba de ramas y flores rojizas. El problema es que, tanto la
jotcha como la kechuca, son plantas que nadie conoce, aunque hay quienes
sospechan que se trata de la Ephedra
andina, que sería la planta mágica.
Incluso
hay un reciente estudio de Joseph Davidovits sobre antiguos polímeros,
explicitado en una conferencia reputada de “seria y científica”, aunque creo
que todavía hay mucha tela que cortar
al respecto, antes de dar por irrefutables los resultados por él obtenidos. En
ella, como prueba de que antiguamente se amasaba la piedra y se vertía en
moldes, Davidovits menciona la reputada planta jotcha del padre Lira[11].
La cuestión del ave.
En
cuanto al misterioso pajarito, en todas esas curiosas historias, recibe
distintos nombres y en distintas lenguas desde el territorio mapuche en Chile,
hasta el Ecuador en el norte. Así pues, se han recogido las denominaciones de
Pitihue, Pitigüe, Pitio, Yacoyaco, Pito, Pitu, Acajllo, Jacajllo, Yactu y
Yarakaka. Algunos de esos vocablos son de origen aymara, pero el que yo
personalmente recogí en el altiplano paceño, fue el de Yaka yaka (muy similar
al de Yacoyaco y Yarakaka).
La
definición ornitológica estaría referida al Colaptes, aunque habría dos
varidades: Por una parte el Colaptes
pitius y por otra el Colaptes
rupícola.
La
variedad Colaptes rupícola habría
sido identificada y nombrada científicamente por el naturalista francés Alcides
D'Orbigny en 1840, quien la diferenció de su pariente más cercano (el Colaptes pitius). Cabe resaltar que le
puso el término "rupícola" por su costumbre de anidar en las rocas. Este pájaro carpintero es, pues, un ave
rupestre, de allí el nombre. Se trata de un pájaro carpintero de un tamaño
similar al de una paloma, esto es, de unos 30 cm. Presenta una frente, corona y
nuca de color gris pizarra; y lados de su cara y garganta de color leonado.
Unas barras color café y café amarillento marcan su cuerpo por encima, mientras
que por debajo, es de un blanco sucio con barras pardas. El lomo y el abdomen
son de color amarillento y presenta unos ojos de iris amarillo y cola negra.
Epílogo.
Pese
a toda esta misteriosa y llamativa información de cierta ave (el Yaka
yaka) que con la ayuda de una planta
logra ablandar la roca; y que de él aprendieron nuestros antepasados andinos a
trabajar la piedra de forma magnífica como se puede apreciar hoy en los
antiguos monumentos por ellos dejados, la verdad es que nada de ello tiene sustento
científico… hasta ahora.
Lo
único que sé es que el Yaka yaka arruina las torres funerarias que tanto reverencio,
y que en esta pandemia viene a mi jardín a echármelo en la cara.
Figura 1. Un picaflor o colibrí en pleno vuelo, en el jardín de mi casa
(imagen obtenida del video de Démian Sagárnaga) |
Figura 2. Yaka yaka (Colaptes rupicola), en el jardín de mi casa
(Foto del autor, 2020) |
Figura 3. Un Yaka yaka, una paloma y un pato
encima de
una torre funeraria en Kulli kulli, remarcados con círculos rojo,
amarillo y verde, respectivamente (Foto del autor, 2011)
Figura 4. Una bandada de Yaka yakas, encima de unas
torres funerarias en Mikayani (Foto del autor, 2013) |
Figura 5. Yaka yaka en las proximidades del chullperío
de Jacha Pahaza (Foto del autor, 2011) |
[1] “Aves
rapaces diurnas de la ciudad de Nuestra Señora de La Paz” (2015)
[2] Lagidium viscacia
[3] Turdus
chiguanco
[4] “El
señorío de los Carangas y los chullpares del Río Lauca” Revista Andina N° 2,
diciembre 1994.
[5]
Saqueadores de tumbas
[6] Conjuntos
de chullpares
[7] Manuel
Carballal, “Los Ablandadores de Piedras”. file:///F:/J%C3%89DU/DOCS.%20J%C3%89DU/P%C3%A1ginas%20WEB/piedra%20blanda.htm
[8] Jédu Sagárnaga, “Breve Diccionario de la Cultura Nativa en Bolivia”. Producciones CIMA. La Paz 2003.
[9] P.H.
Fawcell, “Exploración Fawcett”, pp. 123-124. Empresa Eitora Zig-Zag. Santiago
de Chile 1995.
[10] Manuel
Carballal, “Los Ablandadores de Piedras”. file:///F:/J%C3%89DU/DOCS.%20J%C3%89DU/P%C3%A1ginas%20WEB/piedra%20blanda.htm