"Cuando se hace la historia de un animal, es inútil e imposible tratar de elegir entre el oficio del naturalista y el del compilador: es necesario recoger en una única forma del saber todo lo que ha sido visto y oído, todo lo que ha sido relatado por la naturaleza o por los hombres, por el lenguaje del mundo, de las tradiciones o de los poetas".

Michel Foucault-Las palabras y las cosas


jueves, 18 de marzo de 2021

OTEANDO DESDE MI VENTANA A UN CARPINTERILLO, EN TIEMPOS DE CORONAVIRUS

 La presente nota nos fue aportada por el arqueólogo Jédu Sagárnaga, desde Bolivia, a quien mucho agradecemos.



Jédu Sagárnaga

 

Introducción.

El momento crítico que vive el país (y el mundo), invita a reflexionar sobre la salud, la economía y la política, fundamentalmente. Pero también puede y debe invitarnos a reflexionar sobre la vida y la naturaleza, de la cual estamos rodeados, sin que reparemos mucho en ello. La presente es una invitación al análisis de lo cerca que estamos de expresiones naturales tan intrigantes y curiosas como el pájaro carpintero andino que, mucha gente ni lo sabe, habita muy cerca nuestro.

Un estudio de la Unidad de Manejo y Conservación de Fauna del Instituto de Ecología de la Universidad Mayor de San Andrés, señala que “Hay 107 especies de aves que se pueden observar en La Paz y sus alrededores. También tenemos ocho mamíferos medianos y grandes, alrededor de 20 mamíferos pequeños (roedores y marsupiales) y siete murciélagos. Hay varios tipos de ranas, reptiles, peces e insectos”.

A guisa de ejemplo quiero mencionar el trabajo de dos de mis buenos amigos, el Dr. Enrique Richard (biólogo digno de admiración y respeto) y su esposa la Dra. Denise Contreras (también gran profesional) quienes señalan que se conocen al menos 51 especies de aves para la ciudad de La Paz[1]. En dos sendos artículos se han concentrado particularmente en la observación del aguilucho común (Geranoaetus polyosoma) y del águila mora (Geranoaetus melanoleucus) en las ciudades de La Paz y El Alto.

El asunto es: ¿cuándo aprecias toda esa fauna? No en el frenesí diario que implica el tener que trabajar, estudiar, o cualquier otra actividad que copa tu tiempo. Por otra parte, esa fauna es esquiva. A duras penas subsiste, en un medio hostil como es la ciudad que ha avasallado su territorio y la ha confinado a pequeños sectores.

 

Desarrollo.

Precisamente hace unos días, a través de las redes sociales, se difundió la noticia de la caza ilegal de vizcachas[2] que se estaba practicando por los alrededores de la zona de Achumani, donde yo vivo. Justo frente a mi casa, apenas separados por una pequeña quebrada, se alzan unos cerros espectaculares, no muy elevados pero con una pendiente muy alta. De hecho quienes vienen a visitarme apenas reparan en mi casa, pero se maravillan de “mis cerros”. Por eso siempre fanfarroneo: “¿Les gustan mis cerros? ¡Me ha costado mucho hacerlos!”.

Cuando solíamos ir con Ruth, mi esposa, a algún compromiso, y volvíamos a casa a la una o dos de la mañana, siempre nos encontrábamos con algunas vizcachitas casi en nuestra puerta. El ruido del motor del carro no las espantaba, y más bien se quedaban quietitas, como petrificadas. Según ellas, tal vez, no las veíamos, pero nosotros nos quedábamos alumbrándolas con la luz de nuestros faroles un largo rato, a ver quién se cansaba primero”. Hoy ya no las vemos tan seguido, lo que significa que: o ya no vamos tanto de parranda, o estos pacíficos roedores se están extinguiendo.

De todos modos, mi barrio –tal vez por estar más alejado del bullicio urbano– es privilegiado en avistamientos especialmente de aves. De hecho, cada que mis dos humildes ciruelos empiezan a dar fruto, decenas de chiwankos[3] vienen a darse un festín, y tenemos que estar compitiendo durante todo el mes de noviembre para ver quién deja sin ciruelo al otro.

También hemos visto varias veces halcones, alguna vez águilas y muchas especies de pájaros; y hasta he oído búhos. Las palomas son las más detestables entre todas las aves que viven por acá, y también las más abundantes.

 

Cuarentena.

Dada la Pandemia, el gobierno ha declarado hace unas semanas, un estado de cuarentena muy rígido en el país. Eso implica, al menos, dos cosas: No pueden circular los vehículos, salvo que se tenga un permiso especial, y no se puede salir de casa, salvo en alguna ocasión especial. La primera situación ha hecho que la polución y el ruido, disminuyan drásticamente. Eso ha alentado a que la fauna, normalmente invisible por las condiciones arriba señaladas, se atreva ahora a aparecer, aunque sea de manera furtiva. La segunda situación, ha posibilitado a la gente poder permanecer más tiempo en casa, un poco tensa, un poco nerviosa, pero resguardando la salud.

Mi actividad académica no ha cesado en estas semanas y he aprendido en estos días a manejar algunas plataformas virtuales que me permiten desarrollar mis clases con los estudiantes. También he aprovechado para leer varias de las cosas que hace tiempo deseaba, y estoy escribiendo simultáneamente 5 artículos, uno de los cuales tiene el amable lector al frente (el más corto, por cierto). Hay momentos, muy pocos, en que a manera de despejarme me levanto de mi asiento y me aproximo a la ventana desde la que observo mi pequeño y mal cuidado jardín, pensando en que necesita un “corte de pelo”. La persona que venía con su cortadora de césped, vive lejos y no le veo hace rato. También hay que arreglar las flores, pero no soy bueno en eso. Ruth se ocupa alguna vez.

Pero he aquí que, en ese pequeño mundillo, pueden ocurrir cosas maravillosas. Por ejemplo muchas abejas acuden a proveerse de polen de mis pocas flores, y eso me entusiasma. Y Démian, mi hijo, el otro día filmó a un colibrí en pleno vuelo, succionando el néctar de las flores. “Nos hizo un honor”, le comenté (Fig. 1).

Por si ello fuera poco, una mañana aterrizó en medio del jardín, un yaka yaka (Fig. 2). A este bicho emplumado le conozco bien. Le conocí en el campo, en mis labores investigativas, hace ya varios años. De hecho, no me cae bien, pues le considero un gran depredador de algunos monumentos arqueológicos, que más bien yo defiendo y protejo.

Resulta que el yaka yaka, como le dicen los aymaras, es una especie de pájaro carpintero. Pero como en el altiplano casi no existen árboles (al menos los nativos son solamente dos), entonces se ensañan con las actuales casas de adobe y con las tumbas precolombinas del mismo material, y que se conocen como “chullpares”.

En las proximidades del río Lauca, en el departamento de Oruro casi frontera con Chile, están los chullpares de adobe más espectaculares de toda Bolivia (y de los Andes en general). Se hicieron famosos gracias a un artículo publicado en una revista por la recientemente desaparecida Arq. Teresa Gisbert y sus colaboradores[4]. Se trata de varias decenas de estructuras de filiación inka dispersas en un área bastante grande. La mayoría de ellas presentan en el frontis diseños geométricos de colores. Conozco otras tumbas también en otros lugares, pero no en la cantidad que se tiene en el Lauca. La primera vez que visité este increíble yacimiento (en 1997) quedé azorado, tanto por la belleza de las torres, como el alto grado de deterioro que presentaban, no solo por las condiciones atmosféricas (erosión eólica y pluvial, principalmente) o los wakeros[5] que han desbaratado el contexto cultural, sino también por los llamados “agentes biológicos” en cuyo podio puede colocarse al yaka yaka. Las paredes presentaban múltiples huecos que eran los nidos que hacen estas irrespetuosas aves.

En el trascurso de mi investigación sobre chullpares (que ya lleva una veintena de años) y en los años sucesivos, he comprobado similar cosa en casi todos los chullperíos[6] que he visitado. Incluso en un congreso mencioné el daño infringido a las torres por parte del carpintero andino, a lo que un arquitecto (que había trabajado en conservación de chullpares) replicó que eran más bien unos patos volátiles, y no el injustamente acusado yaka yaka. El tiempo me dio la razón, pues en una de mis salidas, comprobé con espanto que efectivamente en algunos chullperíos anidan no solo los yaka yakas, sino también una especie de palmípedas no muy grandes (unos 40 cm de longitud). Así por ejemplo, en septiembre de 2011 en el chullperío de Kulli Kulli (próximo a la comunidad de Ayamaya, al sur de Sica Sica, Provincia Aroma) pude comprobar que entre las ruinas habían yaka yakas, patos y –cuando no, de puro metidas- palomas (Fig. 3). Pero los que fabrican el hueco para anidar, no son sino los carpinteros.

En junio de 2013, cuando estuve relevando los chullpares de Mikayani (en la provincia Aroma), pude evidenciar y registrar también la presencia de yaka yakas en el lugar. Esta vez se trataba de toda una bandada (Fig. 4).

Incluso en las proximidades del Chullperío de Jacha Pahaza (cerca de Calacoto, en la provincia Pacajes), registré la presencia del yaka yaka pero, en honor a la verdad, esta vez no estaba entre los chullpares, quizás porque, esta vez, las tumbas fueron elaboradas en piedra  y no en adobe (Fig. 5).

 

El carpintero y el ablandado de la piedra.

Pero si este carpintero es famoso, no es tanto por malograr antiguas tumbas, sino por añejas leyendas que le atribuyen el secreto del ablandado de la piedra que habrían aprovechado en su favor los constructores de los antiguos monumentos pétreos del Mundo Andino.

En efecto, los exploradores y científicos que visitaron los Andes el siglo pasado, escucharon de boca de los indígenas, curiosas historias sobre el secreto que poseían los habitantes de estas latitudes para volver “plastilina” la piedra, gracias a lo cual habrían podido construir con cierta facilidad, por ejemplo, los ciclópeos muros de Ollantaytambo en el Cuzco, o los magníficos edificios de Tiwanaku, a 71 km de nuestra ciudad.

A Hiram Bingham (1875-1956), a quien injustamente se le atribuye el descubrimiento de la célebre ciudadela de Machu Picchu en el Perú (pues 9 años antes ya lo había reportado un señor de nombre Agustín Lizárraga), le contaron sobre la existencia de una planta con cuyos jugos los incas ablandaron las piedras para que pudieran encajar perfectamente. “Hay registros oficiales sobre esta planta, que incluye a los primeros Cronistas españoles”, reza un artículo[7], aunque en mis pesquisas no he podido corroborar el dato etnohistórico mencionado. Se dice que un día, mientras acampaba por un río rocoso, Bingham observó un pájaro parado sobre una roca que tenía una hoja en su pico, vio como el ave depositó la hoja sobre la piedra y la picoteó. El pájaro volvió al día siguiente. Para entonces se había formado una concavidad donde antes estaba la hoja. Con este método, el ave creó una "taza" para coger y beber las aguas que salpicaban del río.

Otro personaje, el Cnel. Percy Harrison Fawcett fue un explorador inglés que, junto con su hijo Jack, se perdió en las selvas vírgenes del Brasil, entre los ríos Xingú y Paraguassu, mientras andaban en busca de una legendaria ciudad en ruinas. Ocurrió ello en 1925. Al parecer ellos, y un tercer acompañante, murieron a manos de los indios kalapalo del Brasil. Su otro hijo Brian, ordenó y adaptó los manuscritos, cartas y memorias de P.H. y dio a estampa el libro "Exploration Fawcett" que fue vertida luego al castellano, y que le devolvió la vida a ese inglés que en sus relatos aparece enfrentando gente y animales extraños, y descubriendo antiguas y misteriosas ruinas[8].

En una parte de su relato señala: “…en, toda la montaña peruana y boliviana se encuentra una avecita semejante al martín pescador, que hace su nido en orificios totalmente redondos en la escarpadura rocosa sobre el río. Estos agujeros se pueden ver perfectamente, pero no son accesibles y, lo que es más extraño, sólo se encuentran en las regiones en que viven estos pájaros. Una vez expresé mi sorpresa ante la suerte que tenían de encontrar hoyos para nidos convenientemente situados y tan perfectamente horadados, como practicados a taladro.

“—Ellos mismos hacen los agujeros. —Estas palabras fueron pronunciadas por un hombre que había pasado un cuarto de siglo en la montaña—. Más de una vez los vi hacerlos. Los he observado. Las aves llegan a los acantilados con hojas de cierta especie en su pico; se adhieren a la roca como pájaros carpinteros a un árbol, restregando las hojas con un movimiento circular sobre la superficie. Después vuelan regresando con más hojas y continúan con el proceso. Tras tres o cuatro repeticiones, botan las hojas y comienzan a picotear y, ¡cosa maravillosa!, pronto abren un orificio circular en la piedra. Se alejan y vuelven siguiendo con el proceso de restregar las hojas y picotean de nuevo. Se demoran algunos días, pero abren agujeros suficientemente profundos como para contener sus nidos. He ascendido a mirar los hoyos, y, créame, un hombre no podría taladrar uno más perfecto.

“— ¿Insinúa usted que el pico del pájaro penetra en la roca sólida?

“—El pájaro carpintero horada la madera sólida, ¿verdad?... No, no creo que el pájaro traspase la roca sólida, pero creo, y cualquiera que los haya observado piensa lo mismo, que estás aves conocen una hoja cuya savia ablanda la roca hasta dejarla como arcilla húmeda.

“Me pareció que era un cuento, pero después que oír relatos similares: de otras personas en todo el país, creí que se trataba de una tradición popular”[9].

 

La planta que ablanda la piedra.

Cuenta el periodista español Juanjo Pérez, que el padre Jorge Lira, un sacerdote peruano ya fallecido, era uno de los mayores expertos en folclore andino, fue autor de infinidad de libros y artículos y, sobre todo, del primer diccionario del quechua al castellano. El mencionado personaje vivía en un pueblito cercano al Cusco y hasta allá se dirigió un señor de nombre Jiménez del Oso, para entrevistarlo sobre una inquietante afirmación: el padrecito afirmaba haber descubierto el secreto mejor guardado de los incas: una sustancia de origen vegetal capaz de ablandar las piedras[10].

Mencionaba una planta de increíbles propiedades que, mezclada con diversos componentes, convertía las rocas más duras en una sustancia pastosa y moldeable. Según esa misma fuente, el padre Lira estudió la leyenda de los antiguos andinos y, finalmente, consiguió identificar el arbusto de la jotcha como la planta que, tras ser mezclada y tratada con otros vegetales y sustancias, era capaz de convertir la piedra en barro. "Los antiguos indios dominaban la técnica de la masificación –afirma el padre Lira en uno de sus artículos—, reblandeciendo la piedra que reducían a una masa blanda que podían moldear con facilidad".

El curita ya hace rato que entregó su alma al señor llevándose a la tumba el secreto de la planta milagrosa (si es que esta alguna vez existió), pues nadie sabe cuál es la jotcha. Antes y después muchos se dieron a la tarea de buscar la planta y hay quienes creen que es la kechuca una supuesta hierba de ramas y flores rojizas. El problema es que, tanto la jotcha como la kechuca, son plantas que nadie conoce, aunque hay quienes sospechan que se trata de la Ephedra andina, que sería la planta mágica.

Incluso hay un reciente estudio de Joseph Davidovits sobre antiguos polímeros, explicitado en una conferencia reputada de “seria y científica”, aunque creo que todavía hay mucha tela que cortar al respecto, antes de dar por irrefutables los resultados por él obtenidos. En ella, como prueba de que antiguamente se amasaba la piedra y se vertía en moldes, Davidovits menciona la reputada planta jotcha del padre Lira[11].

 

La cuestión del ave.

En cuanto al misterioso pajarito, en todas esas curiosas historias, recibe distintos nombres y en distintas lenguas desde el territorio mapuche en Chile, hasta el Ecuador en el norte. Así pues, se han recogido las denominaciones de Pitihue, Pitigüe, Pitio, Yacoyaco, Pito, Pitu, Acajllo, Jacajllo, Yactu y Yarakaka. Algunos de esos vocablos son de origen aymara, pero el que yo personalmente recogí en el altiplano paceño, fue el de Yaka yaka (muy similar al de Yacoyaco y Yarakaka).

La definición ornitológica estaría referida al Colaptes, aunque habría dos varidades: Por una parte el Colaptes pitius y por otra el Colaptes rupícola.

La variedad Colaptes rupícola habría sido identificada y nombrada científicamente por el naturalista francés Alcides D'Orbigny en 1840, quien la diferenció de su pariente más cercano (el Colaptes pitius). Cabe resaltar que le puso el término "rupícola" por su costumbre de anidar en las rocas. Este pájaro carpintero es, pues, un ave rupestre, de allí el nombre. Se trata de un pájaro carpintero de un tamaño similar al de una paloma, esto es, de unos 30 cm. Presenta una frente, corona y nuca de color gris pizarra; y lados de su cara y garganta de color leonado. Unas barras color café y café amarillento marcan su cuerpo por encima, mientras que por debajo, es de un blanco sucio con barras pardas. El lomo y el abdomen son de color amarillento y presenta unos ojos de iris amarillo y cola negra.

 

Epílogo.

Pese a toda esta misteriosa y llamativa información de cierta ave (el Yaka yaka)  que con la ayuda de una planta logra ablandar la roca; y que de él aprendieron nuestros antepasados andinos a trabajar la piedra de forma magnífica como se puede apreciar hoy en los antiguos monumentos por ellos dejados, la verdad es que nada de ello tiene sustento científico… hasta ahora.

Lo único que sé es que el Yaka yaka arruina las torres funerarias que tanto reverencio, y que en esta pandemia viene a mi jardín a echármelo en la cara.

Chuquiago Marka, mayo de 2020 



Figura 1. Un picaflor o colibrí en pleno vuelo, en el jardín de mi casa

(imagen obtenida del video de Démian Sagárnaga)



 

Figura 2. Yaka yaka (Colaptes rupicola), en el jardín de mi casa

(Foto del autor, 2020)


 

Figura 3. Un Yaka yaka, una paloma y un pato encima de
una torre funeraria en Kulli kulli, remarcados con círculos rojo,
amarillo y verde, respectivamente (Foto del autor, 2011)



 

Figura 4. Una bandada de Yaka yakas, encima de unas

torres funerarias en Mikayani (Foto del autor, 2013)



Figura 5. Yaka yaka en las proximidades del chullperío

de Jacha Pahaza (Foto del autor, 2011)


 


 


 NOTAS


[1] “Aves rapaces diurnas de la ciudad de Nuestra Señora de La Paz” (2015)

[2] Lagidium viscacia

[3] Turdus chiguanco

[4] “El señorío de los Carangas y los chullpares del Río Lauca” Revista Andina N° 2, diciembre 1994.

[5] Saqueadores de tumbas

[6] Conjuntos de chullpares

[7] Manuel Carballal, “Los Ablandadores de Piedras”. file:///F:/J%C3%89DU/DOCS.%20J%C3%89DU/P%C3%A1ginas%20WEB/piedra%20blanda.htm

[8] Jédu Sagárnaga, “Breve Diccionario de la Cultura Nativa en Bolivia”. Producciones CIMA. La Paz 2003.

[9] P.H. Fawcell, “Exploración Fawcett”, pp. 123-124. Empresa Eitora Zig-Zag. Santiago de Chile 1995.

[10] Manuel Carballal, “Los Ablandadores de Piedras”. file:///F:/J%C3%89DU/DOCS.%20J%C3%89DU/P%C3%A1ginas%20WEB/piedra%20blanda.htm


miércoles, 20 de enero de 2021

EL HORNERO (Furnarius rufus) – ALBAÑIL DE LAS PAMPAS

 

Agradecemos esta nueva entrega de nuestro colaborador Gabriel Omar Rodríguez.

 

La casita del hornero
tiene alcoba y tiene sala.
En la alcoba la hembra instala
justamente el nido entero.

Leopoldo Lugones

 


Hornero. Foto G.O. Rodríguez



Introducción

 

 

En nuestras latitudes no hay especie de pájaro tan venerado como el hornero. El hombre suele adjudicar calificaciones propias de su proceder al comportamiento de los animales. Y, en ese sentido podríamos decir que el caserito, como también se lo llama, no tiene parangón. Sin duda sus grandes condiciones merecen calificativos muy destacados como laboriosidad, tesón, fidelidad, buen compañerismo y modestia. En efecto, no escatima esfuerzo alguno en cumplir cabalmente su función de padre y compañero de su pareja con la cual comparte no sólo la confección de un nido que se lleva todos los laureles en ese rubro, sino que también participa de la alimentación y el cuidado de sus pichones, ambos padres se alternan en el suministro de comida con la permanencia en el nido cuidando sus pichones, y una de las cosas que al hombre más sorprende es cuando decimos que ambos progenitores continúan unidos durante toda su vida. Habíamos mencionado su modestia y esta se debe a la sencillez del color de su plumaje. Predominan los tonos pardos sin diferencias llamativas entre sí. El dorso es marrón intermedio en intensidad, y la cola en su parte dorsal tiene tonalidad rufa, similar al rojo del herrumbre, lo ventral luce de color acanelado pálido, con la garganta blanca lo mismo que la zona subcaudal. Sus patas y el pico son gris oscuro. Mide unos 19 centímetros, es “elegante” al caminar y no posee otra característica que destaque su figura. Es importante decir que el macho y la hembra no presentan diferencia en su aspecto externo.


Hornero caminando con su típico paso. Foto G. O. Rodríguez


 

Es infaltable su presencia en parques, plazas, jardines  y otros espacios verdes de las ciudades y sus inmediaciones, donde recorre con paciencia y esmero en busca de lombrices, larvas de insectos y otros invertebrados desprevenidos que caza con extrema habilidad. Es muy aficionado a las viviendas y a los espacios que generan el hombre, siendo común también en zonas rurales, lo que destaca la amplia gama de hábitats que le son favorables.  La relación considerable con el hombre, en Argentina al menos, no ha tenido que ver con ninguna razón económica, dado que ninguna parte de su cuerpito es utilizada, sin embargo la confianza con que se acerca al hombre y a su vivienda, lo llamativo de su canto y la distinción de su nido lograron estimular notablemente la imaginación del hombre que fue capaz de incorporarlo a su folklore en casi todas sus manifestaciones.  Es decir ha sido acreedor de innumerables poemas, historias y comentarios de celebrados hombres de letras.

 

Hay algo que sorprende de su canto y es que canta a dúo. El macho entona una melodía que se fusiona perfectamente con la que simultáneamente emite la hembra. Dice Joanna Burger en El Hornero (1979, Vol XII N°1): “cantar a dúo, se refiere al acto de cantar simultáneo de la pareja. No incluye el contrapaso, o sea el canto alternado territorial de los machos. Se suelen distinguir tres categorías de canto: 1) Canto antifonal: en el que las frases o sílabas se emiten alternativamente; 2) Canto a dúo ("dueto", inglés: duetting): en el cual los miembros de la pareja emiten distintas frases simultáneamente; 3) Canto a dúo simultáneo: en el que los miembros de la pareja emiten frases idénticas al unísono. En los dos primeros tipos de canto, puede haber una exacta sincronización entre los tiempos en que comienzan la primera y la segunda ave”.

 

Hornero a paso apurado. Foto G.O.Rodríguez


 

Constatando los comportamientos nombrados no hay espacio  para la indiferencia, así el hornero -y aún sin conocer detalles de su nido- queda liderando la admiración del hombre de esta tierra entre el resto de los componentes de la fauna alada.

 

Pero vayamos al nombre como habíamos anunciado. Las ciencias naturales para homogeneizar universalmente las denominaciones científicas de los seres vivos  han optado por utilizar el latín o latinizar los nombres de acuerdo a la denominación  binaria- género y especie- que  imaginó Linneo. Así fue que se llamó   Furnarius  rufus a nuestro hornerito, que según el doctor Alejandro Mouchard en extenso trabajo sobre nomenclatura faunística, nos dice que tiene por significado: “Furnarius” (latín) que quiere decir hornero  - furnus = horno- es decir el hacedor de hornos al tener por sufijo “arius”.  Por otra parte señala que “rufus”: (latín) significa rojo o rufo que es el color predominante de su plumaje. El primer especialista que lo describe fue Johann F. Gmelin  en 1768 tomando la descripción que hiciera Buffon a su vez influido por Commerson y  Latham.

 

                    



                


Sellos postales homenajeando al hornero

 

Tan argentino es el hornero, que en Europa se lo conoció como el “hornero de Buenos Aires” cuando en 1767 el naturalista Commerson, de la expedición de Bougainville, llevó las primeras noticias de este pájaro que observó en la Ensenada de Barragán. Con la denominación de “fournier de Buenos Ayres” figuró en la primera nomenclatura científica, por lo cual, sin duda, el célebre Buffon lo circunscribe a esta localidad argentina. La mayor parte de los naturalistas viajeros que visitaron nuestro país en el siglo pasado lo mencionan con admiración, señalándolo a la atención del mundo científico (Selva Andrade, s/f).

 

Respecto a los nombres comunes tiene un repertorio significativo en el que influye su amplia distribución, pero a pesar de ello prevalece mucho el nombre de hornero que es utilizado ampliamente en la Argentina y también en Uruguay. En Paraguay muchos le dan gracias por haber inventado el rancho de adobe, ya que una arraigada leyenda popular sobre el nombre de Alonso García que se asigna al hornero, afirma que así se llamaba quien, imitando su nido, construyó la primera vivienda de adobe. Otros nombres comunes son caserito, albañil, casero, hornerillo, hornero común; Rufous Hornero (en inglés) y  Joao-do-barro (en Brasil);  tiluchi en Bolivia; chilalo en Perú;   obirog,  ogoraití y  guyra tatakua (en guaraní).

 

 

Escultura en homenaje a nuestra ave nacional emplazada en la localidad de Roque Pérez (Provincia de Buenos Aires) obra del escultor Fernando Pugliese. Foto gentileza de Hernán Tolosa.


Y el extraordinario nido tal vez haya influido mucho en su designación como Ave Nacional de Argentina, resultado de una encuesta realizada por el periódico La Razón que tuvo comienzo 22 de marzo  de 1928 con la participación también de la Sociedad Ornitológica del Plata. Sólo podían votar los niños de escuelas primarias  asignándole un cupón por chico y podían participar varios por familia pero siempre un cupón por niño. El 25 de junio del mismo año la edición del diario da por resultado el triunfo del  hornero con más de 10.725 votos, en segundo término se votó al cóndor con 5.803 de adeptos y el  tercer lugar fue para el tero. Los niños sorprendentemente argumentaban en muchos casos su elección y siempre se hizo referencia a su laboriosidad. A partir de ese momento tuvimos un ave que nos representa como nación, lo que debió haber influido  en hacer más universal  su apodo.


Primero (1917-1919) y último (2020) número de la revista El Hornero. Publicación científica pionera en Sudamérica editada por la Asociación Ornitológica del Plata / Aves Argentinas.


Eduardo Harper, un socio de los primeros tiempos de la Asociación Ornitológica del Plata, remitió la fotografía y algunas explicaciones sobre un nido de hornero ubicado en la rueda de un molino, y fue publicado el texto y las fotos en la muy prestigiosa revista “El Hornero” del año 1932, editada por la mencionada institución.

 

Dice: “Se trata de un caso realmente sorprendente, observado en la Estancia San Eduardo, en la Estación Pradere (F.C.O.), en la provincia de Buenos Aires, en su parte limítrofe con La Pampa. La ubicación del nido está justamente sobre la masa y entre rayos de la rueda de forma que gira con la rueda en forma de rotación: así, está a veces con el techo para abajo, en fin en todas direcciones. Lo más raro  del caso es que este molino nunca estuvo muchos días sin trabajar y la construcción del nido reiniciaba sus actividades en cuanto se cerraba el molino y dejaba de dar vueltas. A pesar de que el molino trabaja diariamente y que el nido en cada vuelta del molino  y la rotación cuando hay vientos fuertes es sumamente rápida,  los horneros vuelven al nido cuando se cierra el molino y la rueda queda quieta. Hay también otra dificultad para estos persistentes pajaritos: no siempre se para la rueda en la misma posición. A veces queda con el techo para abajo, aunque esto es raro  debido seguramente a la resistencia de la bomba, la rueda queda generalmente parada en el mismo punto. Creo que no quedan nunca dentro del nido mientras está dando vueltas; al contrario he notado que estando el hornero adentro, sale afuera en cuanto uno echa mano a la manija para abrir el molino. Ignoro si tienen huevos o pichones, pero no parece posible que los huevos resistan al sacudimiento a que están sometidos”.

En carta de 15 de diciembre próximo pasado el señor Harper  dice: “en la última tormenta, estando el molino abierto, se destruyó el nido y se vino abajo en mochos pedazos. No he podido precisar si tenían o no huevos, no encontré ningún resto de ellos, pero tampoco era de esperar pues aunque hubieran tenido ha caído lejos por la violencia del viento”.

 

Billete de 1000 pesos argentinos con la figura del hornero y su nido


A pesar de sus atributos como elegante pájaro  de laborioso y noble comportamientos, los nombres hacen referencia a su afanoso nido que deslumbra a todo aquel que lo observa detenidamente y son muchísimas las notas de carácter técnico como de divulgación, que se ocupan de ese tema. Es interesante comentar  que su nido ya utilizado y, por ende abandonado, es ocupado comúnmente por otras especies de aves como ratonas, golondrinas, caburés y también por pequeños roedores.


Nido de hornero ocupado por jilgueros (Sicalis flaveola). Foto A. Mouchard.


En relación a su distribución como aves exclusiva de Sudamérica meridional,  ocupa gran parte del territorio argentino, exceptuando una franja de la zona cordillerana y el extremo sur de su distribución, aproximadamente,  lo encuentra en el norte de Chubut. Es decir está ausente en las provincias de  Santa Cruz, Tierra del Fuego e Islas del Atlántico Sur y sur de Chubut. Además habita el este, centro y sur de Brasil, desde Goiás y Bahía hasta Mato Grosso y Río Grande do Sul, todo Uruguay, Paraguay  y  este de Bolivia. Su dependencia a la disponibilidad de barro hace que evite las zonas más áridas. Por otra parte su gran afinidad con las construcciones humanas  hace que siguiendo a estas que utilizan agua de la cual él puede sacar provecho, lo encontremos en zonas algo áridas. Podemos decir que su hábitat son las sabanas, pastizales, parques de todo tipo y claros de montes.

 

Cuenta la leyenda que, frente a la entrada de una choza, un indígena transformaba el barro en vasijas y platos. Era el mejor alfarero de su pueblo. Al día siguiente debía casarse con la joven más hermosa de la tribu, también alfarera. Esa noche, el hechicero del pueblo advirtió sobre grandes desgracias derivadas de aquel matrimonio. Bajo tal influencia, el cacique prohibió su realización. Al enterarse, los enamorados huyeron. Los indígenas del lugar los persiguieron lanzando sus flechas, cuyas puntas envenenadas mataron a los jóvenes enamorados. Ambos se transformaron en hermosas aves que, empleando su habilidad para modelar, hacen su hogar en nidos de barro.

 

León Cadogan (1963) destaca una referencia mitológica guaraní de evidente origen en los tiempos jesuíticos:  “En ella se manifiesta la eterna lucha entre el bien y el mal y la identificación de ciertas aves como referentes de uno u otro. Está basado en la referencia evangélica en la que se narra la huida de José, María y Jesús de la orden de Herodes de matar a los recién nacidos. Pero habiendo encontrado refugio en un monte, fueron prontamente descubiertos por el pitogué, quien con su estridente silbido, anunció a las tropas asesinas de la presencia del Niño Dios en cercanías. Asustados José y María, decidieron esconder a Jesús en el nido de un Alonso. Cuando el peligro pasó, se desató un violento temporal, que terminó por derribar el nido del pitogué, siendo que el nido del Alonso se mantuvo firme y fuerte” (Laprovitta, 2016).

 

El hornero es el pájaro gaucho por excelencia, sencillo y elegante en su vuelo y en su canto, gusta de la tranquilidad en pareja y no es ave de bandadas. Espléndido payador, se demuestra como tal en contrapuntos con su consorte, y es, en cuanto a eso, versión alada de nuestros poetas y cantores. Pero mucho antes de los conquistadores y de los payadores, el hornero andaba ya en historias y mitos de las comunidades aborígenes. Tiene, por ejemplo, un papel considerable en la concepción del mundo propia de las tribus chaqueñas.  


Se cuenta  que, en tiempos antiguos, existían otros hombres, no antepasados de los de hoy, sino de los animales. No sabían hacer fuego y debían subir al cielo –en esa época conectado con la tierra– para que el sol cociera sus alimentos. Aunque generoso, el Sol era muy adusto y quisquilloso y no admitía burlas. Ocurrió que un día participó de la comitiva Tatsí, el hornero, entonces con apariencia humana. Tatsí se caracterizaba por su facilidad para estallar en carcajadas por cualquier motivo y pronto halló uno; sucedía que, para cocer los alimentos, el sol echaba fuego por el trasero sobre las ollas. Al observarlo, Tatsí, pese a los desesperados esfuerzos de sus acompañantes por contenerlo, lanzó estruendosas carcajadas. El Sol, encolerizado, arrojó fuego sobre todos los visitantes y acabó por incendiar la tierra exterminando a la mayoría de sus habitantes. Los sobrevivientes se transformaron en animales.

 

Además en el campo de la medicina popular se ha comprobado el uso del nido, una vez abandonado, como remedio para afecciones de la piel, poniéndose una pequeña parte de barro ablandado con agua sobre la zona enferma.

 

Un patriota galardonado por el laborioso pájaro



Resulta interesante transcribir los comentarios que algunos de los grandes naturalistas realizaron en sus crónicas de viaje u obras similares. Comenzamos con los dichos de William H. Hudson, justamente uno de los relatores que admiró desde su infancia a las aves, y esto decía: “El hornero es una especie  perfectamente bien conocida en la Argentina y, cuando se la encuentra, es una gran  favorita, debido a su familiaridad con el hombre, su voz fuerte, tintineante y animosa, y su hermoso nido de barro, que prefiere edificar cerca de una habitación humana, a menudo en una cornisa, una viga sobresaliente o en el mismo techo de la casa. Es un avecita fornida, con el pico delgado y apenas curvo, de cerca de 2,5 centímetros, y  con fuertes patas convenientes a sus hábitos terrestres. El plumaje de la parte superior es un color marrón leonado uniforme, más claro en la cola. Se extiende a través de la República  Argentina, llegando hacia el Sud, hasta Bahía Blanca. Por lo general se lo llama Hornero o Casera; en Brasil, Joäo dos Barrios, o John Clay (Juan Arcilla), según la traducción de Richard Burton…”

 

Por su parte Charles Darwin en su ‘Diario del Viaje de un naturalista alrededor del Mundo’, comentando  sobre el género Furnarius, escribe “Los ornitólogos las han incluido generalmente entre las trepadoras, no obstante ser opuestas a esta familia en todas sus costumbres. La especie mejor conocida es el común hornero del Plata, el casara, o albañil de los españoles. El nido, especie de minúscula casa, de donde le viene el nombre anterior, está colocado en los sitios más visibles, como el remate de un poste, una roca desnuda o un cactus. Se compone de barro y pajitas y tiene paredes fuertes y gruesas; en su forma se parece mucho a un horno o colmena de bóveda deprimida. La entrada es grande y arqueada, y frente a ella, en el interior, hay una división que llega casi al techo, formando así un paso o antecámara al verdadero nido”.

 

Dice don Raúl Carman en una nota de 1977 en la revista El Hornero:  “José Sánchez Labrador (1717-1798), durante unos 34 años vivió y viajó por territorio de lo que hoy es la Argentina. Dejó una obra monumental que es en la historia cultural del pueblo argentino –según Guillermo Furlcng- lo que el libro de las Etimologías de San Isidoro fue para la cultura hispana de la Edad Media: la grande y universal enciclopedia científica. Dedicó 127 páginas de su manuscrito a las aves y, entre ellas, se refiere a los horneros y su nidificación. Manifiesta admiración, por la destreza de los horneros en la construcción de su nido. Dice 'que los españoles los denominan horneros, pero podrán llamarlos ‘arquitectos’. La bóveda y boca o puerta salen tan proporcionadas -escribió- que ni  Vitruvio (arquitecto del siglo I a.c.) tomara más puntuales las medidas ni las ejecutara. Lo mismo se entiende en lo grueso de las paredes y en lo igual y liso".

 

Nido de hornero. Foto A. Mouchard


Sobre el nido

 

En verdad de todos los atributos y comportamientos de excepción que se reconocen en el hornero, el que lleva el primer premio es el nido,  un verdadero alarde arquitectónico que no tiene analogía en el mundo.  Probablemente su refugio haya pesado mucho en aquella casi centenaria encuesta que se realizó en los colegios para elegir al ave nacional y el resultado le fue favorable al hornero, quedando desde aquel momento como el Ave Nacional de la Argentina. Como muchas otras actividades relacionadas con la procreación, la construcción del nido es tarea de ambos progenitores.  Y por el tipo de construcción, muy similar a los hornos de barro que se utilizaban antaño, se apodó al pájaro con el nombre de hornero. Un poste del alambre que divide los campos, o el que sostiene los cables de luz o teléfono, la cumbrera en un techo de tejas, la horqueta de un árbol, hasta una jarra enlozada donde las paredes y la base o piso del nido era la propia jarra. Son todos lugares propicios para que nuestra avecilla utilice como base para tan laboriosa ejecución. Se conoció un curioso caso que narra José A. Pereyra en “Memorias del Jardín Zoológico” año 1938, donde narra sobre “un curioso nido hecho en un alambrado sobre el hilo más alto que era de púa, próximo al poste pero sin apoyarse en él, siendo el alambre no muy tirante. El nido perfectamente construido  guardaba su equilibrio pasando el alambre por entre la base. Allí se criaron pichones y no dudo que muchas veces pudo ser movido por los animales del potrero. ¿Cómo se ingenió al construirlo, para que la masa fuera guardando equilibrio? Sobre todo que al formar la base no se le cayera, es un hecho verdaderamente interesante”.

 

Utilizan además de barro, ramitas, crines de caballo, pequeñas raíces, bosta y todo elemento similar que sirva para dar cohesión a las partes de barro, quedando de esta forma una sólida construcción que ha sido puesta a prueba y se estimó que puede soportar unos cien kilogramos de peso. Estas diminutas partículas se van agregando en incansable viajes que la pareja realiza desde donde está el barro hasta la altura del nido. En esta época las glándulas salivales propician una secreción que unifica mejor el barro. El último trabajo que realiza es  recubrir el piso de la cámara de incubación con pajitas y plumas para que sea mullida.


 

Nido de hornero en Ceibas (Entre Ríos). Foto A. Mouchard


Una vez finalizado el nido tiene la cúpula abovedada, una entrada no muy grande, una cámara anterior separada por un tabique de la posterior que es el aposento de incubación y cría. Pesa entre cuatro y cinco kilos, el diámetro anteroposterior mide unos 20 centímetros o poco menos, y el diámetro transversal varía entre 20 y 25 centímetros. Puede construirlos uno sobre otro pero siempre el activo es el más alto, es decir el primero de la columna. También se encuentran nidos agrupados en hilera, uno junto a otro.

 

La hembra de nuestro protagonista cuando llega el mes de octubre, por lo general, deposita cuatro huevos en su nido ya finalizado. Estos son  de color blanco, sin brillo ni otro signo distintivo y la incubación les demanda unos quince días.  Como ya comentamos ambos padres se turnan en períodos aproximados de 25 a 35 minutos de búsqueda de alimento y anuncian con un canto típico su regreso. El alimento lo depositan en la boca del pichón dado que no ven durante los primeros días de vida.

 

Respecto al nido del hornero el saber popular criollo supone que la adecuada interpretación de los hechos del  pájaro y su nido proporcionan buenos augurios. En principio se cree que es muy bueno que el ave anide cerca de la casa, ello es señal de que los sembrados serán prósperos para ese año. Y si el hornero construye su cubil sobre el techo de la vivienda es señal segura que en esa casa no caerá un rayo. Tengamos presente que estas creencias se difunden rápidamente y siempre se encuentra una excusa para justificar  si no sucede lo esperado.

 

El último buen presagio tiene como contrapartida que si se matara a la avecilla o se destruyera el nido se producirán tormentas de gran magnitud. No se conoce el surgimiento de esta creencia, pero teniendo en cuenta que para el hornero es imprescindible el agua para hacer su nido, casi todo hecho climático posee un vínculo con el hornero. Hay otra creencia firme relacionada con los temporales que sostiene que si el pájaro canta durante esta inclemencia es porque dejará de llover pronto.

 

Hornero llevando material para construir su nido. Foto de G. O. Rodríguez



Las creencias son muchas y referidas a los más variados temas. Agregamos algunas más: se interpreta que si el pájaro canta insistentemente en el techo de una casa es augurio que vendrán épocas favorables para sus moradores. Principalmente en zonas rurales se cree firmemente que el caserito respeta sin excepciones el descanso dominical. Quien escribe estas líneas, allá por el año 1993, tuvo ocasión de visitar el recientemente creado Parque Nacional Pre-Delta. Allí compartió la vivienda con un hombre bien de campo, que  tenía un cargo en la Administración de Parques Nacionales como colaborador y guía de los guardaparques, aún poco conocedores del territorio que tenían bajo su cuidado. A la mañana del domingo que pasé en ese solitario lugar, don Binter -tal era el apellido de este gaucho- me llama insistentemente y ante mi presencia fuera de la casa dice que quiere que constate que no vería un hornero trabajar en ese día, explicando luego la tradición, con absoluta vehemencia,  como si quisiera que al día siguiente no me fuera sin haber visto esta mágica realidad que afirmaba una y otra vez entreverándosele las palabras. Evidentemente era la gran sorpresa que tenía para mostrar a los escasos visitantes.

 Los fuertes chillidos  del hornero durante la noche para muchos indica la presencia de alguna víbora y otros lo extienden a la cercanía de cualquier otro animal, al menos para él, peligroso. Situación que podría darse pues en general se lo considera buen guardián y, en general, muchos animales emiten un sonido que indica peligro. Otros interpretan sus chillidos durante el día como anuncio de la presencia de algo extraño o fuera de lo común como el arribo del cartero, de un forastero o incluso de cuatreros.

Cuenta R. L. Carman en su libro “De la Fauna Bonaerense” algunas curiosidades sobre el comportamiento del hornero frente al hombre: “Si no se le persigue y se le suministra alimento con regularidad, pronto toma confianza, aproximándose a su benefactor sin mayor recelo. En varias oportunidades, en la Plaza San Martín de Buenos Aires, hemos visto un hornero que tomaba de la mano de un hombre las migajas que este le ofrecía”. Luego narra: “Conocemos otro caso extraordinario observado en 1919 en una quinta del barrio de Flores, en la ciudad de Buenos Aires, donde un hornero comenzó a seguir al quintero, para comer lombrices y los gusanos que quedaban al carpir la tierra; a  los pocos meses tomaba de la mano del quintero los insectos que éste le ofrecía y cuando lo veía dirigirse a la quinta con sus útiles de labranza, descendía del árbol en que se encontraba y lo seguía con paso apresurado, como lo haría un perro”.

Finalizamos con, tal vez, el poema más difundido dedicado al hornero por nuestro famoso poeta Leopoldo Lugones.

 

EL  HORNERO

La casita del hornero
tiene alcoba y tiene sala.
En la alcoba la hembra instala
justamente el nido entero.

En la sala, muy orondo,
el padre guarda la puerta,
con su camisa entreabierta
sobre su buche redondo.

Lleva siempre un poco viejo
su traje aseado y sencillo,
que, con tanto hacer ladrillo,
se la habrá puesto bermejo.

Elige como un artista
el gajo de un sauce añoso,
o en el poste rumoroso
se vuelve telegrafista.

Allá, si el barro está blando,
canta su gozo sincero.
Yo quisiera ser hornero
y hacer mi choza cantando.

Así le sale bien todo,
y así, en su honrado desvelo,
trabaja mirando al cielo
en el agua de su lodo.


Por fuera la construcción,
como una cabeza crece,
mientras, por dentro, parece
un tosco y buen corazón.

Pues como su casa es centro
de todo amor y destreza,
la saca de su cabeza
y el corazón pone adentro.

La trabaja en paja y barro,
lindamente la trabaja,
que en el barro y en la paja
es arquitecto bizarro.

La casita del hornero
tiene sala y tiene alcoba,
y aunque en ella no hay escoba,
limpia está con todo esmero.

Concluyó el hornero el horno,
y con el último toque,
le deja áspero el revoque
contra el frío y el bochorno.

Ya explora al vuelo el circuito,
ya, cobre la tierra lisa,
con tal fuerza y garbo pisa,
que parece un martillito.

La choza se orea, en tanto,
esperando a su señora,
que elegante y avizora,
llena su humildad de encanto.

Y cuando acaba, jovial,
de arreglarla a su deseo,
le pone con un gorjeo
su vajilla de cristal.

 

                                                           Leopoldo  Lugones

 

 





 

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Gabriel  Omar  Rodríguez

Enero de 2021

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